El oro de Gándara

El oro de Alejandro Gándara está en la última novela recién publicada, Primer amor.

En cuanto supe del tema de esta novela, me sentí interesado. El autor se ha ocupado de la historia de amor de un muchacho.

En una entrevista, María Serrano le ha preguntado:

–A sus 65 años, ¿por qué le ha interesado retrotraerse a su primer amor?

Hace tres meses también yo publicaba una novela sobre un amor de juventud. No puedo negar que estuve pensando que quizás era un tanto osado, un tanto impúdico o ridículo, arriesgado o sospechoso, recrearse en el enamoramiento a cierta edad.

Me consuela que Alejandro Gándara tampoco haya tenido «respetos».

Mis personajes, Jorge y Daniela, tienen catorce. Andrés y Brígida, los de Gándara, tienen dieciocho. Luego pasan cuarenta años y siguen teniendo dieciocho. Pero también cincuenta y ocho, y una cuenta pendiente.

Mi novela, Una heroína intergaláctica, se demora en la infancia. Primer amor se centra en la atracción, el miedo, y el dolor de un amor consumado en la cima de la adolescencia.

En cuanto empecé a leerla, me deslumbró la voz del narrador. Sabia, poética, reflexiva. La tercera persona, omnisciente, puede volar muy alto en manos de un escritor de verdad como es Gándara si además se ocupa de un tema tan fecundo como el amor.

Magnífica primera escena, demorada, extensa, del paseo del enamorado por la Ciudad antigua, por muralla y cañones, en pos de su declaración de amor. Esa derrota contra la cobardía. Deslumbrante, más adelante, la voz de Cándida, otra enamorada sin fortuna.

Me he sumergido con turbación y embeleso en la historia de un hombre que convive toda su vida con la amargura del amor extraviado. Extraordinaria disección de la congoja. Qué patente queda, gracias a obras como esta, que toda vida se resume brutalmente en la experiencia profunda del amor.

Andrés es el preferido de don Severino, un cura que, en un momento importante, le regala un libro de los trágicos griegos.

A Andrés se le da bien el griego clásico. Todos lo ven un hombre bendecido para el mundo de la palabras.

Hacia el final, Andrés visita a su amigo de la infancia, Solórzano. En su dormitorio, sobre una repisa, hay una pareja de criselefantinas. Yo nunca me había tropezado con tal cosa.

El oro de Gándara viene con marfil. Para mí solo existía una cosa con derecho a ser llamada «criselefantina»: la Atenea del Partenón. De χρὐσος (oro) y ἒλεφας (elefante y por lo tanto marfil), se compone la palabra para designar estas figuras que tienen su origen en la época clásica, y que abundaban en formato reducido, no así la descomunal estatua de la patrona ateniense. Consultado Internet, descubro que criselefantinas se llaman unas figuras de oro/bronce y marfil propias del Art Decó de los años 20 y 30 del silgo XX. Se pagan a miles de euros en el mercado del coleccionista.

Celebro los guiños a los clásicos griegos («No olvides a tus griegos», dice don Seve, pág 181) que justifican esta entrada, junto a la revelación de esas figuras deliciosas de etimología abrumadora: elefante es marfil, cómo no. Una gigantesca metonimia.

De tantas páginas magistrales de Primer Amor, selecciono una al azar.

No pude concentrarme mucho, porque enseguida empecé a preguntarme si el dolor agudo, cuando no para y no hay esperanza de que se vaya, no acaba por convertirnos en cómicos, en cómicos a pesar de todo, cómicos inesperados, espontáneos. No me parece que esté relacionado con el humor y de hecho creo que es la ausencia absoluta de humor. El humor celebra algo de la vida, el cómico es un payaso triste, sin esperanza, herido de muerte.

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Follar era otra cosa

1540-1.jpgRamón Buenaventura es el autor de la última traducción de «Meaulnes el grande», del francés Alain-Fournier (Alianza, 2018), un clásico de la novela de iniciación o aprendizaje, una joya, la única, que el autor nos dejó antes de morir con 28 años en la Gran Guerra.

En una de sus primeras páginas uno se topa con la expresión «follar la fragua». Primero me sobresalté por la sorpresa de leer palabra tan malsonante, pero enseguida recordé su etimología y mi única duda fue: a pesar de que es correcto, ¿alguien usa aún esta palabra en su acepción original?

Me divirtió esto, recordar que la palabra que tan vulgar nos parece en realidad nació como eufemismo, fue metáfora un día: era más exacto, para la acción de la que hablamos, utilizar «copular», «fornicar» (que también es metáfora)… Parece que desde el inicio de los tiempos, aparte de «hacer el amor» o «hacer el sexo», siempre nos hemos referido al acto sexual con metáforas: «yacer», «conocer» (en el Antiguo Testamento «conocer» varón o mujer es tener «conocimiento carnal»). Lo divertido, en fin, es recordar que una palabra tan vulgar, la expresión más cruda, grosera y desnuda que tenemos para referirnos a «hacer el amor», es una ingeniosa metáfora, un eufemismo.

He querido escribir este post con la ingenua pretensión de devolverle a la expresión española más vulgar posible, la del verbo follar, un halo de delicadeza, de poesía o ingenio verbal. Follar es usar el fuelle, es meter aire plegando un instrumento. Esta expresión ¿es machista entonces?: el follar y sacar aire a presión por el fuelle, instrumento con punta, como el pene, cosa que aviva la fragua y hace saltar chispas, es un acto exclusivo del varón. La mujer, en rigor, no folla. La mujer es el fuego que el fuelle hacer crecer; es la fragua que alberga ese fuego. En rigor, las mujeres hacen el amor, hacen el sexo, yacen, trotan, etc. pero no «follan» en el sentido etimológico del término. Son sujetos pasivos del acto de follar. Siguiendo con metáforas, la mujer podría «ordeñar», pero también el hombre. En mallorquín tenemos una palabra que se lleva la palma del machismo violento, invasivo, agresivo: barrinar. daenerys-hot-scene-kp5--510x287@abc.jpg

Uno quisiera que la palabra follar dejara de sonar tan mal, que nos sedujese su intención olvidada de ser metáfora y velo. Follar es juntar las asas y plegar las branquias de acordeón del fuelle, avivar llamas, encender. No es fácil apreciar una palabra, sin embargo, que es patrimonio del varón y relega el papel femenino en el acto.

No es menospreciar a la mujer decir que nunca ha follado y nunca follará, decir que sólo puede ser follada. Al contrario, decirlo es decir que sólo ella puede ser soplada, sacudida por un viento y con ello encendida, fuego salvaje. Es decir que sólo ella puede conocer el placer, el éxtasis, el orgasmo, consumar el acto sexual y consumirse. Así, follar sí es un eufemismo.

Hay otra posible interpretación de la adopción del papel del fuelle como metáfora del acto sexual, una explicación acústica. A las prostitutas en la antigua Grecia se las llamaba, además de pornai (πορναι), jamaitipai  (χαμαιτυπαι), porque «sacuden el suelo». El acto de usar el fuelle, o sea follar, puede que produzca un ruido de golpete rítmico o sonido de pieles chocando (el acordeón) muy parecido al de las ráfagas de la cópula. Esta interpretación es menos poética y tira por tierra la tesis anterior. Follar, ahora, ya no solo es cosa de hombres. Así, follar no es tan eufemismo.

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Los inefables

Stefan Zweig, en El mundo de ayer, lanza una defensa apasionada del derecho de las mujeres a salir de su casa liberadas de esa vestimenta victoriana, obligada en toda Europa en las clases acomodadas, consistente en capas y capas de cebolla. La madre de Zweig, cualquier mujer decente, estaba condenada a torturar su cuerpo con telas sobre telas, corsés, cuellos altos, enaguas, faldas, mil trapos diseñados para conseguir una silueta concreta, uniformada: mucho pecho, mucho culo, y nada de piernas. No se trataba de ocultar la piel o la carne y ya. Los hombros, los brazos y el canalillo se ponían en escaparates. Pero ¡las piernas! Convenía hacer ver que los hombres tenían, pero las mujeres no. Siglo XIX.1900.jpg
Las chicas de principios del XX, pues, soñaban con llevar pantalones en lugar de enaguas y faldas, en lugar de andar de cintura para abajo incrustadas en una especie de armario de castidad. A los pantalones los llamaban, en aquel tiempo, los inefables: los que no se podían nombrar. Con ese sobrenombre daban a los pantalones la categoría de Dios, el gran Inefable.
En latín existe inefabilitas, la incapacidad de ser nombrado. No existe el adjetivo inefable (¿inefabilis?). El verbo effor es decir. La correspondiente raíz griega para decir es fa, o fe: φημί, y la conservamos en énfasis, fático, afasia..

Eso de los inefables pantalones era hace 100 años, casi ayer. En este tiempo hemos recorrido mucho. Las mujeres se han puesto pantalones, largos y cortos. Hemos aceptado que tienen piernas. Pero siempre seguiremos creyendo en la inefabilidad e imposibilidad de alcanzar lo secreto. Siempre echaremos de menos a las sirenas. Los inefables puede que fueran los pantalones. Las verdaderas inefables eran las piernas que esa prenda prohibida tenía que acoger.