Torrente Ballester como vilano

Leo por primera vez Quizá nos lleve el viento al infinito, novela de Gonzalo Torrente Ballester publicada en 1984, gracias a un taller que ha impartido David Torres, gran admirador del novelista gallego.
La escritura de TB es magnífica, brillante y clara y juguetona. Lírica y cómica, la más inteligente e ingeniosa que recuerdo jamás haber leído.

Ingeniosa adjetivando. «Motoristas ululantes», «vigilantes puntas de cigarrillos».

Ingeniosa describiendo: estar erguido es «la postura justa de una serpiente ofendida». «…algo escurrida de pecho, y ahora, en el suéter, le soplaban por dentro vientos gemelos y turbadores».

Ingeniosa en situaciones y diálogos:

«—…¿se habría acostado con ella?

—No, esté usted tranquila. No se me pasó por las mientes.

—Esas cosas —me replicó ella—, no pasan precisamente por las mientes.»

Esta novela es extraordinaria por su originalidad, por cómo, partiendo de una parodia de las novelas de espías y de ciencia ficción, consigue embaucarnos en un juego nada verosímil. No suspendemos la incredulidad; suspendemos, neutralizamos la credulidad, nos importa un rábano creer, queremos jugar.

Un ser fantástico, capaz de suplantar identidades a placer, anda invadiendo los cuerpos de otros hombres vinculados a una trama de espionaje. Lo amenaza, le sigue la pista una matahari que es un perfecto robot, y se enamora de Irina, agente de la KGB. Las peripecias están al servicio de un despliegue de imaginación, lenguaje delicioso y profundidades en el terreno de lo amoroso y de lo religioso, cuando una máquina humanoide grita, en el momento de expirar, el nombre de Dios.

Merece ríos de tinta la glosa de esta obra bellísima, que es como un Quijote escrito por Philip K. Dick o un Blade Runner con guión de Cervantes.

Le dijo TB a Soler Serrano en 1976 (entrevista de TVE «A fondo») que el español de Valle Inclán era mejor y «más rico» que el suyo. Era muy modesto Torrente.

En Quizá nos lleve el viento al infinito he encontrado rarezas:

Crujías. Desconocía la palabra. Son largos corredores. Un préstamo del italiano corsias. Del latín cursus, carrera.

Giga. Nada que ver con el griego grande. Es un baile antiguo, acelerado por arte del violín. Origen francés y quizá del alto alemán.

«Me debrucé« en el volante: nunca habría visto usar el verbo debruzar por darse de bruces. Es más, lo desconocía. Busqué primero debrucir en vano y por poco tiro la toalla. Bruz viene de buz, labio, boca, que es arabismo.

Iconostasio. Es el tríptico mampara que separa el altar del resto de la Iglesia, con imágenes (εἰκών, eicón, imagen + ἵστημι, hístemi, estar de pie) pintadas. Es la única derivada del griego curiosa que he localizado en la novela.

Recrestarse. Escribe TB: «…no fuera del Diablo que Paul se me recrestase ante las patatas con perejil». En gallego existe el verbo recrestar, que es descansar. No sirve esta acepción aquí. Parece aludir más a cresta. ¿Se asomase? ¿Algún gallego en la sala que nos lo aclare?

Torrente Ballester me ha parecido un portento. Había leído hace muchos años Ifigenia, buena muestra de su vocación desmitificadora. He catado La saga/fuga de JB, que espero terminar pronto. Me siento muy emparentado con Torrente, he escrito libros torrentinos sin haber leído los libros de TB. Cuando publiqué Stradivarius Rex en 2009 hubo muchas reseñas. El novelista Daniel Ruiz García vio una novela «cervantina». Otros la compararon con la película Cómo ser John Malcovich, que yo no había visto. David Torres fue el más erudito y vio la coincidencia con El vagabundo de las estrellas de Jack London, también ignorada por mí. Pero la perfecta coincidencia entre Quizá el viento… y Stradivarius Rex en su personaje protagonista, con su condición de suplantador de vidas, y con el juego que este supuesto posibilita para la alegoría de la creación literaria o la reflexión sobre la identidad, nadie la pudo señalar. Prueba de que esta obra cumbre de la novela española, injusta y lamentablemente, fue poco leída y es mal recordada hoy.

La inteligencia de TB cuaja en frases con las que nos deleita con su comprensión del mundo. Les dejo con una pequeña colección.

Conviene recordar que las causas son incontables y los efectos verdaderamente pobres.

…esa manera de llevar en alto la nariz (los poderosos) que los confunde con algunos ilusos.

Los ingleses, gracias a Shakespeare, están purgados ya de la tragedia.

Nunca puede computarse la duración de un beso.

Ninguna inteligencia es inexplicable.

Miguel Dalmau, melómano y músico, me envía comprobante de la giga irlandesa: jig. Seguro que John Ford sabía bailarla.

Una última palabra quiero comentar: vilano.

El espía superhéroe que narra y protagoniza esta aventura, también llamado el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, acaba sus días en Mallorca, es decir, hace lo que Torrente hubiese querido hacer. Mira el mar, recuerda a su amada, y anhela ser llevado, hasta el infinito, junto a ella, en forma de vilano.

No milano. Desear volar en forma de pájaro es un tópico. Torrente es más sutil, escoge esa pelusa, esa cabeza como de anémona con filamentos suaves del cardo, que se esfuma con un golpe de viento.

He buscado el origen de vilano. El Diccionario de Autoridades, tomo IV (1794) nos aclara que milano «se llama también la flor del cardo seca, que vuela por el aire. .. Otros le llaman Vilano. Latín. Pappus.«

Es inevitable deducir que los etéreos pelos del cardo tomaron el nombre de la ligereza del plumón del ave, y que luego se independizaron de su referencia, milano, con un sencillo salto de consonante.

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Morse, un poli instruido

El sargento Morse no es un policía del montón. Ha estudiado en Oxford, tiene una cultura superior a la habitual en el cuerpo de policía y, gracias a ella, desde el primer episodio de esta magnífica serie, resuelve casos.

En la última temporada, titulada Endeavour: el final, una joven muere tocando el violín en un concierto.

¿Muerte natural? Morse no se fía. Averigua que la chica era alérgica a los frutos secos. ¿Cómo envenenarla sin que se entere? Morse descubre que alguien ha triturado frutos secos hasta hacerlos polvo y los ha mezclado en la colofonia, la crema con que se pringan las cerdas del arco con que se toca el violín.

¿Colofonia? ¿De dónde sale esta palabra? ¿Tiene algo que ver con sonido (φωνή– foné)? Estamos hablando de violines, así que es lógico suponerlo. Pero ¿y la primera parte de la palabra? ¿Será κωλύω (colío), impedir? ¿Será κῶλον (colon), miembro? Nada de esto sirve.

Las etimologías online nos dicen que la palabra es griega, κολοφωνία, colofonía. Ya los griegos llamaban así a esta resina valiosa, útil para tantas cosas antes de la invención del violín. ¿Pero significa algo? Lo normal es que una palabra, en griego, tenga una significado atendiendo a sus raíces, pero ninguna raíz aplicada a sonido sirve para traducir colofonia.

Un día después de ver el episodio de Endeavour, mientras desayunaba, caí en la cuenta. ¿Y si viene de Colofón, la localidad griega de Asia Menor, donde se baraja que nació Homero y residió una vez Epicuro?

Busqué información sobre Colofón y supe que la ciudad era famosa por la producción de resina. Wikipedia dice: «Característica de Colofón fue la resina, mencionada por Plinio el Viejo y Dioscórides como resina colofónica que pasó al francés como Colophana, y que se obtenía del monte Galesio, cercano a la ciudad, donde había grandes extensiones de bosques de pinos.»

El diccionario en papel de la RAE, en la edición que tengo de 1984, sí añade a la definición de colofonia el origen del nombre, debido a la resina de la mencionada ciudad.

Por cierto, nuestra palabra colofón, que es remate, culminación, término, punto final… es exactamente la misma con que nombramos a la ciudad jónica. También en griego, como nombre común, significa cumbre, final.

¿Estaba la ciudad de Colofón en una cumbre? Apuesto a que sí. Una cumbre colofónica, sin duda, donde olía a resina de pino.

El oro de Gándara

El oro de Alejandro Gándara está en la última novela recién publicada, Primer amor.

En cuanto supe del tema de esta novela, me sentí interesado. El autor se ha ocupado de la historia de amor de un muchacho.

En una entrevista, María Serrano le ha preguntado:

–A sus 65 años, ¿por qué le ha interesado retrotraerse a su primer amor?

Hace tres meses también yo publicaba una novela sobre un amor de juventud. No puedo negar que estuve pensando que quizás era un tanto osado, un tanto impúdico o ridículo, arriesgado o sospechoso, recrearse en el enamoramiento a cierta edad.

Me consuela que Alejandro Gándara tampoco haya tenido «respetos».

Mis personajes, Jorge y Daniela, tienen catorce. Andrés y Brígida, los de Gándara, tienen dieciocho. Luego pasan cuarenta años y siguen teniendo dieciocho. Pero también cincuenta y ocho, y una cuenta pendiente.

Mi novela, Una heroína intergaláctica, se demora en la infancia. Primer amor se centra en la atracción, el miedo, y el dolor de un amor consumado en la cima de la adolescencia.

En cuanto empecé a leerla, me deslumbró la voz del narrador. Sabia, poética, reflexiva. La tercera persona, omnisciente, puede volar muy alto en manos de un escritor de verdad como es Gándara si además se ocupa de un tema tan fecundo como el amor.

Magnífica primera escena, demorada, extensa, del paseo del enamorado por la Ciudad antigua, por muralla y cañones, en pos de su declaración de amor. Esa derrota contra la cobardía. Deslumbrante, más adelante, la voz de Cándida, otra enamorada sin fortuna.

Me he sumergido con turbación y embeleso en la historia de un hombre que convive toda su vida con la amargura del amor extraviado. Extraordinaria disección de la congoja. Qué patente queda, gracias a obras como esta, que toda vida se resume brutalmente en la experiencia profunda del amor.

Andrés es el preferido de don Severino, un cura que, en un momento importante, le regala un libro de los trágicos griegos.

A Andrés se le da bien el griego clásico. Todos lo ven un hombre bendecido para el mundo de la palabras.

Hacia el final, Andrés visita a su amigo de la infancia, Solórzano. En su dormitorio, sobre una repisa, hay una pareja de criselefantinas. Yo nunca me había tropezado con tal cosa.

El oro de Gándara viene con marfil. Para mí solo existía una cosa con derecho a ser llamada «criselefantina»: la Atenea del Partenón. De χρὐσος (oro) y ἒλεφας (elefante y por lo tanto marfil), se compone la palabra para designar estas figuras que tienen su origen en la época clásica, y que abundaban en formato reducido, no así la descomunal estatua de la patrona ateniense. Consultado Internet, descubro que criselefantinas se llaman unas figuras de oro/bronce y marfil propias del Art Decó de los años 20 y 30 del silgo XX. Se pagan a miles de euros en el mercado del coleccionista.

Celebro los guiños a los clásicos griegos («No olvides a tus griegos», dice don Seve, pág 181) que justifican esta entrada, junto a la revelación de esas figuras deliciosas de etimología abrumadora: elefante es marfil, cómo no. Una gigantesca metonimia.

De tantas páginas magistrales de Primer Amor, selecciono una al azar.

No pude concentrarme mucho, porque enseguida empecé a preguntarme si el dolor agudo, cuando no para y no hay esperanza de que se vaya, no acaba por convertirnos en cómicos, en cómicos a pesar de todo, cómicos inesperados, espontáneos. No me parece que esté relacionado con el humor y de hecho creo que es la ausencia absoluta de humor. El humor celebra algo de la vida, el cómico es un payaso triste, sin esperanza, herido de muerte.

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«Godless» y Jenofonte

Este tropiezo no ha sido con una etimología, pero estamos abiertos a hacer eco de cualquier rastro del mundo antiguo.

Es el inicio del capítulo 5 de la serie Godless, un western de 2018 que no está nada mal. Frank Griffin (un impecable Jeff Daniels) es un forajido al mando de treinta desalmados. Masacra pueblos enteros sin despeinarse. Mujeres y niños.

En la escena que comento, sermonea a Roy Goode (Jack O’connell), un hijo adoptivo, sobre el cuidado de los caballos.

–Si algún día aprendes a leer, podrías cruzarte con un hombre llamado Jenofonte.

–¿Jenofonte? Vamos, Frank, ¿por qué no admites que te lo inventas todo?

–Era un alumno de Sócrates. Dicen que fue el primer jinete auténtico. Creía que los caballos, al ser animales-presa y eso…sus mayores instintos…eran el temor, la huida y, al final, la lucha. Y, por esa razón, el viejo Jenofonte creyó que domarlos tenía más sentido que someterlos. Que en lugar de forzar y pegar al animal, usaría una cuerda, un control moderado y un buen trato. Y que lo haría así.

Mientras va diciendo esto, Frank deja un caballo delicadamente tumbado en el suelo. Y dice luego:

–Para un caballo estar tumbado no es natural. Lo vuelve sumiso, lleno de temor. Dificulta que haga lo que quiere hacer, que es escapar. Tiene que confiar en ti. A pesar de lo que algunos creen no se trata solo de enseñarle quién manda, sino de mostrarle que tú eres el que le alimentarás y le darás de beber. Tú eres el que cuidará de él.

Frank endereza al caballo y se sube a su lomo.

–Se trata de mostrarle que puede confiar en ti, siempre y para siempre.

Y el caballo se levanta con él encima.

¿Cómo? ¿Jenofonte el primer jinete auténtico? ¿De dónde se han sacado eso los guionistas de Godless?

No de las aventuras de su libro más perdurable, Anábasis, sino de su tratado sobre equitación, el más antiguo escrito. En ese texto dice: Hay que acariciar todo el cuerpo del potro, especialmente donde más le gusta, como crin y tupé y los sitios donde el potro mismo no se puede alcanzar. 

Jenofonte es aún más amoroso de lo que Frank Griffin recuerda.

¿Convierte eso a Jenofonte en el primer jinete auténtico de la historia? Bueno, el cine, todo arte, es hiperbólico, ya se sabe.

Lo cierto es que el mote que nos ha quedado de Jenofonte no es «el corcel mimado» sino «la musa ática» o «la abeja ática», al parecer por su prosa dulce y zumbona. También pusieron este apodo a Sófocles, por motivos similares. Parece que para ser abeja bastaba con ser de Ática.

En fin, cuando una obra de arte del siglo XXI hace un guiño a un padre de la cultura occidental del siglo V antes de Cristo, nos consolamos. Un colono en el Oeste americano en el siglo XIX está más cerca de un guerrero griego dos mil quinientos años anterior que de nosotros, a ciento cincuenta años, aislados de la naturaleza, de su dureza y su corazón. Al menos lo sabemos y, algunos, se acuerdan de aprovecharlo en su película, en su serie, en su novela. En su poema.

Esos neutros plurales en latín

En la miniserie de Netflix Desde dentro, un preso en el corredor de la muerte asesora a investigadores en sus pesquisas sobre otros crímenes.

Pero no asesora a cualquiera. El tipo ha de entender que esa investigación se ajusta a sus criterios. Va a echar una mano si el caso le parece que tiene un «valor moral».

Cuando, en inglés, el preso menciona su filtro, sus condiciones, sus criterios, utiliza la palabra criteria. En el doblaje vemos y oímos su traducción en plural: criterios.
My criteria: mis criterios. Rechaza ayudar a un senador porque «no se ajusta a mis criterios»: «Just his case didn’t meet my criteria».

Me da la impresión de que en inglés abundan más estos plurales latinos que en español. Se trata de plurales de sustantivos neutros, que al acabar en -a tienen todo el empaque de un femenino singular, y además reforzado por su artículo o su adjetivo en plural: Los criteria.

Mi viejo amigo Eduardo Segura, experto en Tolkien y preguntado sobre el tema, me cuenta que este uso es más frecuente en en EEUU que en Gran Bretaña. Aporta otro caso: los comentaristas deportivos utilizan la palabra momentum para referirse a un cambio en la marcha del juego durante un partido. Esta palabra tiene un valor algo mágico. No es plural, pero sí neutra.

Dejo este post en reposo y construcción a la espera de toparme con más ejemplos que ir añadiendo a una posible lista.

1. Criteria.
2. Momentum.

Aira no tiene «paradigma»

Leo El jardinero, el escritor y el fugitivo, de César Aira, y en la página 16 encuentro:

«Ese hombre había sido un parangón de alegría».

Salto en la butaca. ¿Un parangón de alegría? ¿Qué intenta decir el narrador? Parangón es semejanza o comparación, pero parece que lo que quiere decir el escritor en esta frase es modelo, ejemplo, paradigma. El personaje del que se habla en la primera novelita del volumen, El jardinero, era un tipo feliz y de un día para otro, «se había deprimido». Aira remata el largo párrafo sobre la tristeza de ese hombre y nos la contrapone a la alegría de la que siempre había hecho gala, de la que era representante, modelo, ejemplo…lo que queráis llamarlo. Pero… ¡parangón!

Llamé a Gabriel Bertotti, mi argentino de cabecera. ¿Es que es posible que en Argentina parangón signifique ejemplo? Me confirma que no.

Aira debió usar la palabra paradigma. Se equivocó. Pero como bien sabe el alma mater de los Premios Formentor, Basilio Baltasar, los errores de una edición (erratas, léxico o sintáxis u ortografía fallidos) son siempre culpa del editor, no del autor.

Random House debió de fiarse del dominio del diccionario del último Premio Formentor de las Letras.

Pero este blog está en deuda con ese error de César Aira, pues gracias a él nos detenemos en esa rimbombante palabra mál utilizada: parangón. ¿Qué etimología tiene?

MI intuición me dijo que es una deformación de paragón. Y paragón, quizá, aventuré, era el resultado de para + agón (παρὰ ἀγών), algo así como «con lucha, con combate». Era plausible, pues no tener parangón es lo mismo que no tener rival, competidor.

Sin embargo fui a consultarlo a otras fuentes y no, no era eso. Su origen es parakone (παρακόνη), piedra pómez, piedra de afilar, piedra de toque o el verbo παρακονάω, afilar, aguzar. Según este étimo, el sinónimo de parangón no es exacamente modelo, sino filtro, molde, patrón, prueba.

La infalible web etimologias.dechile nos cuenta que los alquimistas llamaban paragon a la piedra de toque en la que se rallan los metales preciosos para poder comparar su puerza. Así que profundizamos: parangón/paragón no era metro, sino el instrumento con el que medimos y comparamos.

Usamos la expresión «sin parangon», «no tiene parangón». La evolución sería: 1. «No hay paragón que pueda demostrar que este oro es falso». 2. «No hay paragón para este oro. 3. «Este oro no tiene paragón/parangón». 4. «La metedura de pata de Aira no tiene parangón».
No hay evolución lógica para llegar a: «el jardinero era un parangón de alegría».

Equipo de piedra de toque, para conocer la pureza de un material

Aira se atreve a convertir el parangón en el primer atributo (el jardinero era un parangón de alegría) de la historia del español. Qué va, es broma. Solamente se ha equivocado. No es Homero, e incluso Homero duerme de vez en cuando.

Leí esas páginas de Aira en un avión Mallorca-Sevilla, donde me encontré con el escritor Pablo Gonz, a quien le comenté mi sorpresa por el lapsus de Aira. No pudimos parar en todo el fin de semana de reírnos a costa del gazapo, pues empezamos a utilizar en cualquier contexto indebido la palabra corrompida por Aira. Fue divertido llamar parangón a cualquier cosa. Resultó un comodín muy afortunado. Yo creo que podría cuajar en el acerbo popular, como el candelabro de Sofía Mazagatos. Decir candelabro por candelero, es un lapsus similar al de decir parangón por paradigma.

Aunque en este blog intento acallar mi faceta bufona, no he podido evitar esto:

Y tampoco estaría mal que la fama de Aira, al alcanzar las cotas de la de Mazagatos gracias a su parangón, le sirviese para llegar a millones de lectores que podrán gozar su buena literatura.

El jardinero, por cierto, no es precisamente la mejor puerta para admirarla.

-¿He sido muy travieso con esta entrada del blog?

-¡Mira que eres parangón!

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La voz amniótica de Begoña Méndez

Leyendo el novísimo libro de Begoña Méndez, Autocienciaficción para el fin de la especie (Ortega y Hurtado Editores), me topo en cuatro ocasiones con la palabra amnios.

Página 13: «Me desdibujo en el amnios de la gasolinera». Página 62: «…me desarrollé yo sola en el amnios de un laboratorio». Página 133: «…el amnios de la resurrección».

¿Qué es el amnios? Quien ha tenido alguna relación con una gestación ha aprendido qué es el líquido amniótico, el relativo al amnios, que es la membrana delgada, transparente que rodea o envuelve al feto. Amnios es un neologismo científico inspirado en el amníon, ἀμνίον, el vaso o lebrillo (cuenco, fuente) para recoger la sangre de los sacrificios. Ἀμνός, amnós, es cordero, el animal del sacrificio de la tradición judía.

Es curioso que Méndez, que ha acertado a morder otras raíces griegas en su obra, como en el caso de phármakon, no se haya detenido a deleitarnos con su don poético gracias a un concepto que tan bien aúna dos puntales de su discurso: la sangre que genera vida y la sangre que brota de la muerte, el nacimiento encapsulado por una membrana que recibe el nombre de un ritual de sacrificio.

Si Begoña Méndez no se ha detenido en esta etimología seguramente es porque tiene el amnios incorporado a su imaginario. El amnios de la gasolinera, de un laboratorio, de la resurrección: en nuestra autora este lugar es un lugar de creación, de vida. La cuna de criaturas imprevisibles, como su obra.

José Vidal Valicourt y Begoña Méndez en la librería Drac Màgic de Palma. Foto: Nadal Suau.

El escritor José Vidal Valicourt ha comentado que Autocienciaficción para el fin de la especie es tan potente e intenso, tan rico y polémico que obliga a debates, seminarios, clubs de lectura, incluso merece tesis. Méndez ha declarado: «No sé lo que he hecho».

Yo tampoco sé lo que ha hecho. Sé que primero intentó una ficción sci-fy. Sé que en seguida prefirió amotinarse y probar un ensayo. Sé que ese ensayo está atravesado brutalmente por la prosa poética del delirio y de la confesión sin renunciar a la impostura, o mejor, al vaciado de su persona ofrecida como médium por el que se expresan otros seres, mujeres, pero también entes de naturaleza no humana. Me he preguntado, acabando la lectura, si alguien habrá probado antes a escribir una novela de ciencia ficción desde un lirismo tan exaltado.

La prosa poética de Méndez nos engulle como un tifón y nos lleva hasta la última página. Da igual si entendemos todo o no, da igual si aprobamos todo o no. Nos hipnotiza su proyecto de desaparición y la belleza de su verbo fecundo. La mujer que detendría la natalidad mundial resulta ser puro parto, creación infinita.

Este libro es un poema que sublima el dolor físico, que disecciona el cuerpo con los bisturíes intangibles de la palabra. La estudiosa caza citas, historias, y las pare de nuevo. Se deja traspasar. Es otras y a veces es ella misma y nos revoluciona con su lucha contra los estragos del hambre. (No sé si con un par de kilos -un par mallorquín, o sea por los menos tres- Begoña Méndez estaría más sexi, como le han dicho alguna vez. Pero creo que ganaría un poco de espacio para tatuajes). Esta afortunada utilización de una película como fertilizante para esculpir una pieza poética, me ha recordado los memorables capítulos en verso del libro sobre cine de Gabriel Bertotti.

Aparece una vez más la palabra amnios. Es en la página 198: «La sepultura y el amnios», dice en el curso de una enumeración de los estados que la nueva identidad de Méndez atraviesa nadando «a crol», poseída por el alma de María Inés Mato. Las palabras brotan en Méndez como frutas mágicas en un rito iniciático, se convocan unas a otras; fluyen como fluye la misma autora cuando bucea para nadar esa dicha que no puede decir; afloran sin cesar al paso de sus brazadas, de sus patadas con cola de sirena al agua en calma de nuestras certezas.

Cruzas a crol un baldío anterior al claustro materno. Materia confusa, disolución en las aguas: te haces savia primordial. Líquido sagrado. (pág. 198).

Begoña Méndez ha dicho que «esta voz se ha acabado», pero ¿cómo puede saberlo si no es su voz, si es la voz de un cuerpo poseído? No es su cuerpo y, entonces, tampoco es su alma. «Este ensayo» no es al final «mi cuerpo». Y por eso nos interesa, porque es un cuerpo como «ademán poético», como la aflicción de los demás que ese mismo cuerpo, esa misma mente, a veces propia, a veces alienada, reconoce atender.

Duplicarse o desaparecer. La anomalía de Le Tellier.

La anomalía, la novela de éxito de Hervé Le Tellier, no plantea un problema real. No plantea un problema posible que deban resolver los agentes responsables de la realidad: políticos, demógrafos, filósofos, físicos, informáticos, sacerdotes…

La anomalía plantea un problema mucho más importante, un reto artístico, imaginativo, narrativo, poético, mágico. Por eso el libro solo empieza a emocionar cuando se confrontan los personajes duplicados con su doble, demostrando que lo ocurrido (la aparición de un avión con pasajeros que ya estaban en este mundo, y que habían cogido ese vuelo meses antes, y por lo tanto son personas repetidas caminando sobre el planeta) no es tanto una tragedia, ni un conflicto, como una mina para la germinación de situaciones propicias para el brillo de la ideación literaria. Por eso es verdad que no hay posible spoiler para el libro: adelantar que un avión y sus pasajeros se han duplicado es adelantar simplemente un punto de partida.

Un ejemplo de esas ideaciones: la impagable situación del escritor fracasado que ha triunfado después de muerto (se suicidó) y ahora aparece para torear su fama, cuando ni siquiera ha llegado a escribir aún el best-sellar por el que ha logrado el éxito. Otro: el hombre que previene, a su yo del pasado, de la ruptura que le espera con la mujer de la que está enamorado. (Dos citas me quedo para el tema tan resbaladizo del amor: «amar evita al menos tener que buscarle continuamente un sentido a la vida», y «para dejar a la persona amada, hay que deconstruir el mundo»).

Para traer La anomalía a este blog no me justifico en tropiezos etimológicos sino mitológicos. El primero es la operación Hermes. Los gestores de la crisis deciden llamar así a la operación por la que los pasajeros duplicados, su viaje imposible y su secreto, deben «esfumarse». Los hombres y mujeres que trabajan en el llamado protocolo 42, deciden ejercer de psicopompos, como Hermes, y conducir a los duplicados a un mundo inaccesible para quienes puedan utilizarlos o amenazarlos. No se trata de eliminarlos, de hecho, la operación Hermes afecta a los originales y a los dobles, a los pasajeros de marzo y a los de junio, pues su propósito es ocultar su identidad, llevarlos a una dimensión a salvo de fanáticos y periodistas.

El segundo tropezón se da cuando Victor Miesel, el escritor que se ha suicidado y que en junio vuelve a aparecer sin tener que lidiar con su doble, menciona «La caja de Pandora» en una tertulia televisiva en París. Lo hace para apoyar la opinión de un filósofo, un tal Philomède, que ha dicho que el hecho de que todos los humanos y nuestro mundo seamos virtuales no cambia nada, cada uno seguirá con su vida, del mismo modo que cada uno ha seguido con su vida tras aceptar el cambio climático. Nos limitamos a esperar, porque los humanos somos dueños de ese mal, el último de los males de la tinaja de Pandora, la esperanza.

Al respecto de esperar y «no hace nada» contra el hecho de que toda la realidad es virtual, el narrador de la novela hace un comentario delicioso: «Explorar el espacio ya es caro, pero si encima no hay espacio, entonces es desorbitado».

Una nota particular

Un amigo me regaló La anomalía diciéndome que es un libro que debía haber escrito yo. Al terminar la lectura le he entendido. En mi novela Stradivarius Rex planteo un imposible físico similar: un hombre cambia de cuerpo cada día. Es quizá el fenómeno inverso y a la vez multiplicador de la duplicación de Le Tellier. Los 240 personajes de La anomalía se multiplican por dos, lo que implica unos sobrantes. Mi personaje de Stradivarius Rex implica un faltante, cientos de ellos. Cada día deja de ser no sólo su yo original, sino cada uno de los hombres que ha sido el día anterior. Sin embargo también es todos ellos, acumula sus memorias. Como en el libro que nos ocupa, se trata de un punto de partida desde el que ensayar piruetas literarias.

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La lengua de los dioses

Hace veinticinco años escribí un largo poema en prosa, pero lo envolví en un relato y lo publicó la editorial Calima como novela. Fue mi primera publicación.

Cuento detalles en un prólogo que he escrito para la segunda edición, que sale ahora en Sloper, en la colección Hápax, de libros únicos, distintos, porque hápax en griego significa una vez.

Cuelo esta efeméride aquí porque el poema, el discurso lírico, principal interés del libro, lo articula de manera desquiciada, en trance, un viejo profesor de lenguas clásicas, y está salpicado de latinismos. Aparte de un despliegue verbal para hablar del amor, la soledad y la muerte, el canto es una reivindicación del latín. Se describen algunas clases particulares, ¡y tan particulares!, de latín, y además el poeta recurre a esta lengua para apoyar su propio delirio, sin abusar, puntualmente.

Eso le da al texto un aroma de misterio y lo solemniza, lo conecta con lo divino, porque las lenguas antiguas nos devuelven la posibilidad de hablar con los dioses.

Dejo un fragmento del libro aquí, con alguna muestra de estos guiños al latín.

LAS INGLES CELESTES, fragmento

«Estoy muerto de frío y el sol no me acompaña en mi último invierno. Estoy acatarrado, igual que el primer día que besé a Silvestra. Cuando el virus del frío se apodera de mí, siempre siento el dolor de una flecha en el vientre, ese tajo de espada en el estómago, ese filo que sube extinguiendo el calor hasta mi boca. Se multiplica el hielo, casi ya no recuerdo el pequeño carámbano que las lenguas de fuego de Silvestra dejaron en mi pecho. Casi he sentido la quemazón de antaño al escribir las líneas anteriores, al hablar de la boca, del cuerpo de mi niña. He sentido el ligero bochorno de la felicidad, pero su brevedad me ha devuelto este frío insoportable. Un segundo he creído que podría eludir el aliento del lobo, sus colmillos de hielo, que una llama pequeña empezaba a expandirse en mis huesos porosos. La ilusión. No es lo último que se pierde la ilusión, eso es lo malo. Aun sin ilusión el cuerpo sigue en pie soportando un invierno tan largo como éste. Una salvación. Rocé en una fracción de segundo, unas líneas arriba, mi salvación. Casi me salva el aceite dulce que el pezón de Silvestra untaba en mis dedos. Ay, su fuego es inmortal, pero también mi frío. Una salus victis, nullam sperare salutem. Felicissima mortis imago. No espero ya ninguna salvación, ni siquiera la única que resta a los vencidos.


«No tengo ya edad para tener paciencia. Me amilana este sol huidizo. Y tal vez mi desgracia es que no tengo a nadie que me diga que nada es para siempre, nisiquiera este invierno. A nadie que me diga, aunque me engañe, que tarde o temprano vendrá la primavera. Facilis descensus Averno.


«Cada día despierto, y es como un zarpazo que me trae a la vida, cuando yo sé muy cierto que estoy incubando un bello féretro. Y lo sé porque extraigo, cada día, en la ducha, la larva de mi muerte. Es una pelotita alojada en mi ombligo, que es azul o amarilla, depende del pijama. Mi larva es de seda, suave, no duele, ni cuando la extirpo. Y es en ese letargo en que aún las legañas reclaman las vendas de mi momia, cuando sin entenderlo abro una llave, y mi muerte se va por el desagüe. Pero un día, del grifo, caerá un chuzo cristalino que se hundirá en mi viejo pie de nazareno y hará saltar mi sangre como astillas de pino. Iré a curarme al mar, pero será un lago blanco, impenetrable. Cuando por fin me engullan las sirenas ruidosas en la espuma caliente del estío, yo ya seré un cadáver de nieve, el trofeo siniestro que se cobra un alud en la montaña.

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Teoría de las maracas

—¿Cómo salieron las cosas?
—Tengo mucho que contarte.

(IIIIIIIIIII)

—¿Qué ha pasado?
—¡Me he prometido!
—Enhorabuena. ¿Y quién es ella?
—Ella soy yo.

(IIIIIIIIIIIII)

—¿Queeeeé?
—Osgood se me ha declarado. Pensamos casarnos en junio.

(Ahlaliro..IIIIIIIIIIIIII)

—¿Qué estás diciendo? ¡Tú no puedes casarte con Osgood?
—¿Demasiado viejo para mí?
—Jerry, ¿no estarás hablando en serio?
—¿Por qué? ¡Él se casa y se divorcia constantemente!

(IIIIIIIIIIII)

—¡Pero tú no eres una mujer, eres un hombre! ¡Ni en broma puedes hacer eso!
—¿Y el porvenir?

(Yahaaalala IIIIIIIIIIIIII)

—Jerry, es mejor que te acuestes. Tú no estás bien.
—¿Quieres dejar de tratarme como a una niña? ¡Ya sé que es un problema! ¡No soy idiota!
—Naturalmente que lo es.
—Su madre. Eso es lo que me preocupa. Pero me dará su consentimiento porque no fumo.

(¡Jahlaliro…!IIIIIIIIIIII)

—Jerry, hay otro problema más grave.
—¿Ah sí? ¿Cuál?
—Pues el viaje de bodas, imbécil.
—Ya hemos hablado de eso. Él quiere ir a la Riviera, pero yo me inclino por las cataratas del Niágara.

(IIIIIIIII)

—Escúchame: Jerry, ¡tú no estás en tus cabales! ¿Cómo piensas arreglar eso?
—¡Es que no va a durar mucho, Joe! Le diré la verdad en el momento oportuno.
—¿Cuándo?
—Inmediatamente después de la boda. Se solicita inmediatamente el divorcio, él me asigna una cantidad mensual para mis gastos, y yo a vivir tranquilamente el resto de mis días.

(IIIIIIIIIIIIII)

—Jerry, Jerry, escucha Jerry, escúchame. Hay disposiciones, leyes. ¡Eso que dices no puede hacerse!
—Shhhhhh, ¡Joe! ¡No tendré otra ocasión de casarme con un millonario!
—Oye Jerry, ¿quieres oír mi consejo? Olvídate de este asunto. Convéncete de que eres un hombre. Eres un hombre.
—Soy un hombre.
—Eso está mejor.
—¡Soy un hombre! ¡¡Soy un hombre!!

……

En este momento de la escena, Jack Lemon abandona su estado de euforia, se quita la peluca y deja las maracas. En efecto, estos signos que he colocado en el diálogo, (IIIIIIII), corresponden a los segundos en que Jerry/Jack Lemon toca unas maracas y canturrea jubiloso mientras discute con Joe (Toni Curtis). Billy Wilder, en varias entrevistas, como la que recoge en su libro Hellmuth Karasek (Billy Wilder. Eine Nahaufnahme von Hellmuth Karasek, 1992), explicó que adornó el diálogo con las maracas para dar un respiro al espectador. Tiempo atrás, Wilder había ido a una sala a ver una de sus primeras comedias, para ver cómo respondía el público, y había sufrido lo suyo porque las carcajadas se atropellaban y la gente se perdía algunos chistes. Entendió que había que dejar silencios, pero para que no fueran incómodos, injustificados, en Con faldas y a lo loco, tuvo la idea de hacer tocar a Lemon unas maracas y ofrecer esos segundos de tregua para que nos riamos tranquilos.

A partir del minuto 1’50, el diálogo de las maracas.

Cuando descubrí esta anécdota, pensé en elaborar la que podríamos llamar Teoría de Las Maracas. Juntar en un sintagma teoría y maracas me resultó irresistible. Fue en la presentación de un libro magnífico sobre cine de Gabriel Bertotti, Margen cínico, de 2019 (Món de Llibres).

Ciertamente, resulta un rasgo elogiable para cualquier obra de arte narrativa (cine, novela…) la dosificación. Así que, para hablar bien del libro de Bertotti sobre cine, vino como anillo al dedo la Teoría de las Maracas, con origen en el cine. El libro en cuestión es intenso, es deslumbrante, pero no asfixia. Decir de un libro sospechoso de denso o abrumador (en datos, en ideas, en chistes…) que «no necesita maracas», es decir mucho y bueno. El autor ha sabido organizar. Si pensamos en autores que se arriesgan a abusar del ingenio y a saturar, como el Felipe Benítez Reyes de El novio del mundo (Tusquets, 1998), el consejo y el recurso wilderano es de agradecer.

Pero mi Teoría de las Maracas tiene una lectura reversible: en su aplicación original la maraca fue un recurso para la pausa, el silencio o el aire. Soy bastante ignorante de manuales de técnicas narrativas, jamás he cursado ni dado un taller de escritura y he escrito siempre por instinto, estructurando y diseñando a mi bola, sin fiarme de otros, no por rechazo sino por desconocimiento. Pero abrazo cualquier idea formulada por otros que considere útil. Las Maracas representan la idea de la dosificación, tanto de los huecos entre chistes o genialidades, como de esos mismos chistes y genialidades.

Lo más frecuente es que la genialidad no haga acto de presencia. Los lectores la necesitamos. Ese hallazgo en expresión o en idea que nos sorprende es el anzuelo que un artista sabe colocar a tiempo cada, al menos, cinco páginas. Los lectores queremos que la narración fluya amablemente, con un mínimo interés. No esperamos empacharnos (en principio no creemos que el autor sea un ingenioso descontrolado), y sí morder esos anzuelos que nos prometen un festín: ir haciendo una feliz digestión de cebos el tiempo que dure la lectura.

Se ajusta, pues, a la Teoría de las Maracas, el truco de tocarlas no para desengrasar una corriente de engrudo intelectual o ingenio reconcentrado, sino para soltar a tiempo ese pellizco de sal, meter el ruido justo que despierte, sorprenda, ciegue al lector, que se estaba aburriendo o ya dormía. A finales del 2020 me invitaron a dar una conferencia. A falta de maracas yo me llevé una pandereta y la toqué en un par de ocasiones, y falta que hacía.

Por tanto, queda claro, hay dos tipos de maracas: las maracas bombona de oxígeno y las maracas despertador.

Pensé en traer Miss Marte de Manuel Jabois a Las raíces abiertas cuando me topé con las dos primeras tandas de maracas. Que Jabois escribe con chispa suficiente cada párrafo en su labor periodística y en su obra narrativa, es de dominio público. Además, nos deleita con ese pellizco de genialidad de especial brillo en puntos bien escogidos del relato.

«No nos dijisteis cómo os llamabais». La chica que había fumado, alta y muy delgada, morena de pelo largo, la más callada y triste, dijo «Rebeca» y la chica a la que una guapa de instituto le había robado el novio sonrió de una forma divertidísima, entornando los ojos: «Miss Marte». Y dijo, con la gracia natural de una niña a la que todo le salía bien: «Es que allí hay otro canon». (Pág. 60, edición de 2021, Alfaguara).

La historia (ficción) de Miss Marte es la de una niña desaparecida y su misteriosa y jovencísima madre, reconstruida veinticinco años después gracias a un documental basado en entrevistas a los vecinos del pueblo de Xaxebe, Galicia. Desde el primer párrafo salta la resonancia de Crónica de una muerte anunciada, por el envoltorio periodístico. La historia la cuenta un periodista de la tierra, ayudante de Berta Soneira, la directora del documental.

Manuel Jabois

Otro golpe de maraca:

«Yo no me enamoré de ella al verla», dijo Santiago Galvache veinticinco años después, «sino que al verla pensé que estaba enamorado de antes». (Pág. 87)

Estas ocurrencias que no tiemblan al echar mano del absurdo, a mí me suenan más que a maracas, a gongs perfectos. Es un uso del absurdo parecido a la de la página 124:

…le poníamos la cara de la tía Fanny de Los Cinco, algo impresionante porque nadie tenía ni idea de qué cara era esa.

Pero es en la página anterior, la 123, donde encuentro la excusa para traer esta novela de Manuel Jabois a este blog lingüístico:

A menudo uno encuentra una palabra que no oyó en la vida, o la aprende por sí mismo, sólo por el mero hecho de necesitarla de la manera más urgente e insólita.

Se refiere el narrador al hecho de que un personaje, Pepe Galvache, suegro de Mai (Miss Marte), busca durante «medio siglo» un adjetivo para completar la descripción de cómo da en la pantalla de televisión Lola, la mujer del servicio. Al final concluye, para ligarlo al sustantivo presencia, con el adjetivo inadecuada.

La ocurrencia de que se puede inventar una palabra que ya existe, de forma mágica, por razón de urgencia, es un hallazgo no sólo poético sino filosófico, que como obseso del origen del lenguaje me ha hecho muy feliz.

Lemon y Wilder

Releyendo Miss Marte descubro que es un trabajo literario más deslumbrante de lo que ya pensaba, diseñado con admirable inteligencia. Para mí ha habido más anzuelos que quizá para otros: las bromas sobre el mundo periodístico, la mención a los romanos que llegaron al Fin de la Tierra, la banda sonora de los Kinks. Una lectura gozosa y profunda, más allá del entretenimiento, que junta reflexión sobre el paso del tiempo, retrato social y las jugarretas de la mente, magistralmente cerrada.

Y hasta aquí mi primer esbozo de la Teoría de las Maracas, que celebro haber podido ejemplificar con esta brillante novela de Manuel Jabois.

«Así que esta es Yulia», dijo al ver a la pequeña, cogiéndola en brazos. «La primera nena de la pandilla». «¿Quieres ser su padre? Es que no tiene», le dijo ella. (Pág. 87).

(IIIIIIIIIIII)

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