El oro de Alejandro Gándara está en la última novela recién publicada, Primer amor.
En cuanto supe del tema de esta novela, me sentí interesado. El autor se ha ocupado de la historia de amor de un muchacho.
En una entrevista, María Serrano le ha preguntado:
–A sus 65 años, ¿por qué le ha interesado retrotraerse a su primer amor?
Hace tres meses también yo publicaba una novela sobre un amor de juventud. No puedo negar que estuve pensando que quizás era un tanto osado, un tanto impúdico o ridículo, arriesgado o sospechoso, recrearse en el enamoramiento a cierta edad.
Me consuela que Alejandro Gándara tampoco haya tenido «respetos».
Mis personajes, Jorge y Daniela, tienen catorce. Andrés y Brígida, los de Gándara, tienen dieciocho. Luego pasan cuarenta años y siguen teniendo dieciocho. Pero también cincuenta y ocho, y una cuenta pendiente.
Mi novela, Una heroína intergaláctica, se demora en la infancia. Primer amor se centra en la atracción, el miedo, y el dolor de un amor consumado en la cima de la adolescencia.
En cuanto empecé a leerla, me deslumbró la voz del narrador. Sabia, poética, reflexiva. La tercera persona, omnisciente, puede volar muy alto en manos de un escritor de verdad como es Gándara si además se ocupa de un tema tan fecundo como el amor.
Magnífica primera escena, demorada, extensa, del paseo del enamorado por la Ciudad antigua, por muralla y cañones, en pos de su declaración de amor. Esa derrota contra la cobardía. Deslumbrante, más adelante, la voz de Cándida, otra enamorada sin fortuna.
Me he sumergido con turbación y embeleso en la historia de un hombre que convive toda su vida con la amargura del amor extraviado. Extraordinaria disección de la congoja. Qué patente queda, gracias a obras como esta, que toda vida se resume brutalmente en la experiencia profunda del amor.
Andrés es el preferido de don Severino, un cura que, en un momento importante, le regala un libro de los trágicos griegos.
A Andrés se le da bien el griego clásico. Todos lo ven un hombre bendecido para el mundo de la palabras.
Hacia el final, Andrés visita a su amigo de la infancia, Solórzano. En su dormitorio, sobre una repisa, hay una pareja de criselefantinas. Yo nunca me había tropezado con tal cosa.
El oro de Gándara viene con marfil. Para mí solo existía una cosa con derecho a ser llamada «criselefantina»: la Atenea del Partenón. De χρὐσος (oro) y ἒλεφας (elefante y por lo tanto marfil), se compone la palabra para designar estas figuras que tienen su origen en la época clásica, y que abundaban en formato reducido, no así la descomunal estatua de la patrona ateniense. Consultado Internet, descubro que criselefantinas se llaman unas figuras de oro/bronce y marfil propias del Art Decó de los años 20 y 30 del silgo XX. Se pagan a miles de euros en el mercado del coleccionista.
Celebro los guiños a los clásicos griegos («No olvides a tus griegos», dice don Seve, pág 181) que justifican esta entrada, junto a la revelación de esas figuras deliciosas de etimología abrumadora: elefante es marfil, cómo no. Una gigantesca metonimia.
De tantas páginas magistrales de Primer Amor, selecciono una al azar.
No pude concentrarme mucho, porque enseguida empecé a preguntarme si el dolor agudo, cuando no para y no hay esperanza de que se vaya, no acaba por convertirnos en cómicos, en cómicos a pesar de todo, cómicos inesperados, espontáneos. No me parece que esté relacionado con el humor y de hecho creo que es la ausencia absoluta de humor. El humor celebra algo de la vida, el cómico es un payaso triste, sin esperanza, herido de muerte.
Leo El jardinero, el escritor y el fugitivo, de César Aira, y en la página 16 encuentro:
«Ese hombre había sido un parangón de alegría».
Salto en la butaca. ¿Un parangón de alegría? ¿Qué intenta decir el narrador? Parangón es semejanza o comparación, pero parece que lo que quiere decir el escritor en esta frase es modelo, ejemplo, paradigma. El personaje del que se habla en la primera novelita del volumen, El jardinero, era un tipo feliz y de un día para otro, «se había deprimido». Aira remata el largo párrafo sobre la tristeza de ese hombre y nos la contrapone a la alegría de la que siempre había hecho gala, de la que era representante, modelo, ejemplo…lo que queráis llamarlo. Pero… ¡parangón!
Llamé a Gabriel Bertotti, mi argentino de cabecera. ¿Es que es posible que en Argentina parangón signifique ejemplo? Me confirma que no.
Aira debió usar la palabra paradigma. Se equivocó. Pero como bien sabe el alma mater de los Premios Formentor, Basilio Baltasar, los errores de una edición (erratas, léxico o sintáxis u ortografía fallidos) son siempre culpa del editor, no del autor.
Random House debió de fiarse del dominio del diccionario del último Premio Formentor de las Letras.
Pero este blog está en deuda con ese error de César Aira, pues gracias a él nos detenemos en esa rimbombante palabra mál utilizada: parangón. ¿Qué etimología tiene?
MI intuición me dijo que es una deformación de paragón. Y paragón, quizá, aventuré, era el resultado de para + agón (παρὰ ἀγών), algo así como «con lucha, con combate». Era plausible, pues no tener parangón es lo mismo que no tener rival, competidor.
Sin embargo fui a consultarlo a otras fuentes y no, no era eso. Su origen es parakone (παρακόνη), piedra pómez, piedra de afilar, piedra de toque o el verbo παρακονάω, afilar, aguzar. Según este étimo, el sinónimo de parangón no es exacamente modelo, sino filtro, molde, patrón, prueba.
La infalible web etimologias.dechile nos cuenta que los alquimistas llamaban paragon a la piedra de toque en la que se rallan los metales preciosos para poder comparar su puerza. Así que profundizamos: parangón/paragón no era metro, sino el instrumento con el que medimos y comparamos.
Usamos la expresión «sin parangon», «no tiene parangón». La evolución sería: 1. «No hay paragón que pueda demostrar que este oro es falso». 2. «No hay paragón para este oro. 3. «Este oro no tiene paragón/parangón». 4. «La metedura de pata de Aira no tiene parangón». No hay evolución lógica para llegar a: «el jardinero era un parangón de alegría».
Equipo de piedra de toque, para conocer la pureza de un material
Aira se atreve a convertir el parangón en el primer atributo (el jardinero era un parangón de alegría) de la historia del español. Qué va, es broma. Solamente se ha equivocado. No es Homero, e incluso Homero duerme de vez en cuando.
Leí esas páginas de Aira en un avión Mallorca-Sevilla, donde me encontré con el escritor Pablo Gonz, a quien le comenté mi sorpresa por el lapsus de Aira. No pudimos parar en todo el fin de semana de reírnos a costa del gazapo, pues empezamos a utilizar en cualquier contexto indebido la palabra corrompida por Aira. Fue divertido llamar parangón a cualquier cosa. Resultó un comodín muy afortunado. Yo creo que podría cuajar en el acerbo popular, como el candelabro de Sofía Mazagatos. Decir candelabro por candelero, es un lapsus similar al de decir parangón por paradigma.
Aunque en este blog intento acallar mi faceta bufona, no he podido evitar esto:
Y tampoco estaría mal que la fama de Aira, al alcanzar las cotas de la de Mazagatos gracias a su parangón, le sirviese para llegar a millones de lectores que podrán gozar su buena literatura.
El jardinero, por cierto, no es precisamente la mejor puerta para admirarla.
La anomalía, la novela de éxito de Hervé Le Tellier, no plantea un problema real. No plantea un problema posible que deban resolver los agentes responsables de la realidad: políticos, demógrafos, filósofos, físicos, informáticos, sacerdotes…
La anomalía plantea un problema mucho más importante, un reto artístico, imaginativo, narrativo, poético, mágico. Por eso el libro solo empieza a emocionar cuando se confrontan los personajes duplicados con su doble, demostrando que lo ocurrido (la aparición de un avión con pasajeros que ya estaban en este mundo, y que habían cogido ese vuelo meses antes, y por lo tanto son personas repetidas caminando sobre el planeta) no es tanto una tragedia, ni un conflicto, como una mina para la germinación de situaciones propicias para el brillo de la ideación literaria. Por eso es verdad que no hay posible spoiler para el libro: adelantar que un avión y sus pasajeros se han duplicado es adelantar simplemente un punto de partida.
Un ejemplo de esas ideaciones: la impagable situación del escritor fracasado que ha triunfado después de muerto (se suicidó) y ahora aparece para torear su fama, cuando ni siquiera ha llegado a escribir aún el best-sellar por el que ha logrado el éxito. Otro: el hombre que previene, a su yo del pasado, de la ruptura que le espera con la mujer de la que está enamorado. (Dos citas me quedo para el tema tan resbaladizo del amor: «amar evita al menos tener que buscarle continuamente un sentido a la vida», y «para dejar a la persona amada, hay que deconstruir el mundo»).
Para traer La anomalía a este blog no me justifico en tropiezos etimológicos sino mitológicos. El primero es la operación Hermes. Los gestores de la crisis deciden llamar así a la operación por la que los pasajeros duplicados, su viaje imposible y su secreto, deben «esfumarse». Los hombres y mujeres que trabajan en el llamado protocolo 42, deciden ejercer de psicopompos, como Hermes, y conducir a los duplicados a un mundo inaccesible para quienes puedan utilizarlos o amenazarlos. No se trata de eliminarlos, de hecho, la operación Hermes afecta a los originales y a los dobles, a los pasajeros de marzo y a los de junio, pues su propósito es ocultar su identidad, llevarlos a una dimensión a salvo de fanáticos y periodistas.
El segundo tropezón se da cuando Victor Miesel, el escritor que se ha suicidado y que en junio vuelve a aparecer sin tener que lidiar con su doble, menciona «La caja de Pandora» en una tertulia televisiva en París. Lo hace para apoyar la opinión de un filósofo, un tal Philomède, que ha dicho que el hecho de que todos los humanos y nuestro mundo seamos virtuales no cambia nada, cada uno seguirá con su vida, del mismo modo cada uno ha seguido con su vida tras aceptar el cambio climático. Nos limitamos a esperar, porque los humanos como dueños de ese mal, el último de los males de la tinaja de Pandora, la esperanza.
Al respecto de esperar y «no hace nada» contra el hecho de que toda la realidad es virtual, el narrador de la novela hace un comentario delicioso: «Explorar el espacio ya es caro, pero si encima no hay espacio, entonces es desorbitado».
Una nota particular
Un amigo me regaló La anomalía diciéndome que es un libro que debía haber escrito yo. Al terminar la lectura le he entendido. En mi novela Stradivarius Rex planteo un imposible físico similar: un hombre cambia de cuerpo cada día. Es quizá el fenómeno inverso y a la vez multiplicador de la duplicación de Le Tellier. Los 240 personajes de La anomalía se multiplican por dos, lo que implica unos sobrantes. Mi personaje de Stradivarius Rex implica un faltante, cientos de ellos. Cada día deja de ser no sólo su yo original, sino cada uno de los hombres que ha sido el día anterior. Sin embargo también es todos ellos, acumula sus memorias. Como en el libro que nos ocupa, se trata de un punto de partida desde el que ensayar piruetas literarias.
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Hace veinticinco años escribí un largo poema en prosa, pero lo envolví en un relato y lo publicó la editorial Calima como novela. Fue mi primera publicación.
Cuento detalles en un prólogo que he escrito para la segunda edición, que sale ahora en Sloper, en la colección Hápax, de libros únicos, distintos, porque hápax en griego significa una vez.
Cuelo esta efeméride aquí porque el poema, el discurso lírico, principal interés del libro, lo articula de manera desquiciada, en trance, un viejo profesor de lenguas clásicas, y está salpicado de latinismos. Aparte de un despliegue verbal para hablar del amor, la soledad y la muerte, el canto es una reivindicación del latín. Se describen algunas clases particulares, ¡y tan particulares!, de latín, y además el poeta recurre a esta lengua para apoyar su propio delirio, sin abusar, puntualmente.
Eso le da al texto un aroma de misterio y lo solemniza, lo conecta con lo divino, porque las lenguas antiguas nos devuelven la posibilidad de hablar con los dioses.
Dejo un fragmento del libro aquí, con alguna muestra de estos guiños al latín.
LAS INGLES CELESTES, fragmento
«Estoy muerto de frío y el sol no me acompaña en mi último invierno. Estoy acatarrado, igual que el primer día que besé a Silvestra. Cuando el virus del frío se apodera de mí, siempre siento el dolor de una flecha en el vientre, ese tajo de espada en el estómago, ese filo que sube extinguiendo el calor hasta mi boca. Se multiplica el hielo, casi ya no recuerdo el pequeño carámbano que las lenguas de fuego de Silvestra dejaron en mi pecho. Casi he sentido la quemazón de antaño al escribir las líneas anteriores, al hablar de la boca, del cuerpo de mi niña. He sentido el ligero bochorno de la felicidad, pero su brevedad me ha devuelto este frío insoportable. Un segundo he creído que podría eludir el aliento del lobo, sus colmillos de hielo, que una llama pequeña empezaba a expandirse en mis huesos porosos. La ilusión. No es lo último que se pierde la ilusión, eso es lo malo. Aun sin ilusión el cuerpo sigue en pie soportando un invierno tan largo como éste. Una salvación. Rocé en una fracción de segundo, unas líneas arriba, mi salvación. Casi me salva el aceite dulce que el pezón de Silvestra untaba en mis dedos. Ay, su fuego es inmortal, pero también mi frío. Una salus victis, nullam sperare salutem. Felicissima mortis imago. No espero ya ninguna salvación, ni siquiera la única que resta a los vencidos.
«No tengo ya edad para tener paciencia. Me amilana este sol huidizo. Y tal vez mi desgracia es que no tengo a nadie que me diga que nada es para siempre, nisiquiera este invierno. A nadie que me diga, aunque me engañe, que tarde o temprano vendrá la primavera. Facilis descensus Averno.
«Cada día despierto, y es como un zarpazo que me trae a la vida, cuando yo sé muy cierto que estoy incubando un bello féretro. Y lo sé porque extraigo, cada día, en la ducha, la larva de mi muerte. Es una pelotita alojada en mi ombligo, que es azul o amarilla, depende del pijama. Mi larva es de seda, suave, no duele, ni cuando la extirpo. Y es en ese letargo en que aún las legañas reclaman las vendas de mi momia, cuando sin entenderlo abro una llave, y mi muerte se va por el desagüe. Pero un día, del grifo, caerá un chuzo cristalino que se hundirá en mi viejo pie de nazareno y hará saltar mi sangre como astillas de pino. Iré a curarme al mar, pero será un lago blanco, impenetrable. Cuando por fin me engullan las sirenas ruidosas en la espuma caliente del estío, yo ya seré un cadáver de nieve, el trofeo siniestro que se cobra un alud en la montaña.
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—¿Cómo salieron las cosas? —Tengo mucho que contarte.
(IIIIIIIIIII)
—¿Qué ha pasado? —¡Me he prometido! —Enhorabuena. ¿Y quién es ella? —Ella soy yo.
(IIIIIIIIIIIII)
—¿Queeeeé? —Osgood se me ha declarado. Pensamos casarnos en junio.
(Ahlaliro..IIIIIIIIIIIIII)
—¿Qué estás diciendo? ¡Tú no puedes casarte con Osgood? —¿Demasiado viejo para mí? —Jerry, ¿no estarás hablando en serio? —¿Por qué? ¡Él se casa y se divorcia constantemente!
(IIIIIIIIIIII)
—¡Pero tú no eres una mujer, eres un hombre! ¡Ni en broma puedes hacer eso! —¿Y el porvenir?
(Yahaaalala IIIIIIIIIIIIII)
—Jerry, es mejor que te acuestes. Tú no estás bien. —¿Quieres dejar de tratarme como a una niña? ¡Ya sé que es un problema! ¡No soy idiota! —Naturalmente que lo es. —Su madre. Eso es lo que me preocupa. Pero me dará su consentimiento porque no fumo.
(¡Jahlaliro…!IIIIIIIIIIII)
—Jerry, hay otro problema más grave. —¿Ah sí? ¿Cuál? —Pues el viaje de bodas, imbécil. —Ya hemos hablado de eso. Él quiere ir a la Riviera, pero yo me inclino por las cataratas del Niágara.
(IIIIIIIII)
—Escúchame: Jerry, ¡tú no estás en tus cabales! ¿Cómo piensas arreglar eso? —¡Es que no va a durar mucho, Joe! Le diré la verdad en el momento oportuno. —¿Cuándo? —Inmediatamente después de la boda. Se solicita inmediatamente el divorcio, él me asigna una cantidad mensual para mis gastos, y yo a vivir tranquilamente el resto de mis días.
(IIIIIIIIIIIIII)
—Jerry, Jerry, escucha Jerry, escúchame. Hay disposiciones, leyes. ¡Eso que dices no puede hacerse! —Shhhhhh, ¡Joe! ¡No tendré otra ocasión de casarme con un millonario! —Oye Jerry, ¿quieres oír mi consejo? Olvídate de este asunto. Convéncete de que eres un hombre. Eres un hombre. —Soy un hombre. —Eso está mejor. —¡Soy un hombre! ¡¡Soy un hombre!!
……
En este momento de la escena, Jack Lemon abandona su estado de euforia, se quita la peluca y deja las maracas. En efecto, estos signos que he colocado en el diálogo, (IIIIIIII), corresponden a los segundos en que Jerry/Jack Lemon toca unas maracas y canturrea jubiloso mientras discute con Joe (Toni Curtis). Billy Wilder, en varias entrevistas, como la que recoge en su libro Hellmuth Karasek (Billy Wilder. Eine Nahaufnahme von Hellmuth Karasek, 1992), explicó que adornó el diálogo con las maracas para dar un respiro al espectador. Tiempo atrás, Wilder había ido a una sala a ver una de sus primeras comedias, para ver cómo respondía el público, y había sufrido lo suyo porque las carcajadas se atropellaban y la gente se perdía algunos chistes. Entendió que había que dejar silencios, pero para que no fueran incómodos, injustificados, en Con faldas y a lo loco, tuvo la idea de hacer tocar a Lemon unas maracas y ofrecer esos segundos de tregua para que nos riamos tranquilos.
A partir del minuto 1’50, el diálogo de las maracas.
Cuando descubrí esta anécdota, pensé en elaborar la que podríamos llamar Teoría de Las Maracas. Juntar en un sintagma teoría y maracas me resultó irresistible. Fue en la presentación de un libro magnífico sobre cine de Gabriel Bertotti, Margen cínico, de 2019 (Món de Llibres).
Ciertamente, resulta un rasgo elogiable para cualquier obra de arte narrativa (cine, novela…) la dosificación. Así que, para hablar bien del libro de Bertotti sobre cine, vino como anillo al dedo la Teoría de las Maracas, con origen en el cine. El libro en cuestión es intenso, es deslumbrante, pero no asfixia. Decir de un libro sospechoso de denso o abrumador (en datos, en ideas, en chistes…) que «no necesita maracas», es decir mucho y bueno. El autor ha sabido organizar. Si pensamos en autores que se arriesgan a abusar del ingenio y a saturar, como el Felipe Benítez Reyes de El novio del mundo (Tusquets, 1998), el consejo y el recurso wilderano es de agradecer.
Pero mi Teoría de las Maracas tiene una lectura reversible: en su aplicación original la maraca fue un recurso para la pausa, el silencio o el aire. Soy bastante ignorante de manuales de técnicas narrativas, jamás he cursado ni dado un taller de escritura y he escrito siempre por instinto, estructurando y diseñando a mi bola, sin fiarme de otros, no por rechazo sino por desconocimiento. Pero abrazo cualquier idea formulada por otros que considere útil. Las Maracas representan la idea de la dosificación, tanto de los huecos entre chistes o genialidades, como de esos mismos chistes y genialidades.
Lo más frecuente es que la genialidad no haga acto de presencia. Los lectores la necesitamos. Ese hallazgo en expresión o en idea que nos sorprende es el anzuelo que un artista sabe colocar a tiempo cada, al menos, cinco páginas. Los lectores queremos que la narración fluya amablemente, con un mínimo interés. No esperamos empacharnos (en principio no creemos que el autor sea un ingenioso descontrolado), y sí morder esos anzuelos que nos prometen un festín: ir haciendo una feliz digestión de cebos el tiempo que dure la lectura.
Se ajusta, pues, a la Teoría de las Maracas, el truco de tocarlas no para desengrasar una corriente de engrudo intelectual o ingenio reconcentrado, sino para soltar a tiempo ese pellizco de sal, meter el ruido justo que despierte, sorprenda, ciegue al lector, que se estaba aburriendo o ya dormía. A finales del 2020 me invitaron a dar una conferencia. A falta de maracas yo me llevé una pandereta y la toqué en un par de ocasiones, y falta que hacía.
Por tanto, queda claro, hay dos tipos de maracas: las maracas bombona de oxígeno y las maracas despertador.
Pensé en traer Miss Marte de Manuel Jabois a Las raíces abiertas cuando me topé con las dos primeras tandas de maracas. Que Jabois escribe con chispa suficiente cada párrafo en su labor periodística y en su obra narrativa, es de dominio público. Además, nos deleita con ese pellizco de genialidad de especial brillo en puntos bien escogidos del relato.
«No nos dijisteis cómo os llamabais». La chica que había fumado, alta y muy delgada, morena de pelo largo, la más callada y triste, dijo «Rebeca» y la chica a la que una guapa de instituto le había robado el novio sonrió de una forma divertidísima, entornando los ojos: «Miss Marte». Y dijo, con la gracia natural de una niña a la que todo le salía bien: «Es que allí hay otro canon». (Pág. 60, edición de 2021, Alfaguara).
La historia (ficción) de Miss Marte es la de una niña desaparecida y su misteriosa y jovencísima madre, reconstruida veinticinco años después gracias a un documental basado en entrevistas a los vecinos del pueblo de Xaxebe, Galicia. Desde el primer párrafo salta la resonancia de Crónica de una muerte anunciada, por el envoltorio periodístico. La historia la cuenta un periodista de la tierra, ayudante de Berta Soneira, la directora del documental.
Manuel Jabois
Otro golpe de maraca:
«Yo no me enamoré de ella al verla», dijo Santiago Galvache veinticinco años después, «sino que al verla pensé que estaba enamorado de antes».(Pág. 87)
Estas ocurrencias que no tiemblan al echar mano del absurdo, a mí me suenan más que a maracas, a gongs perfectos. Es un uso del absurdo parecido a la de la página 124:
…le poníamos la cara de la tía Fanny de Los Cinco, algo impresionante porque nadie tenía ni idea de qué cara era esa.
Pero es en la página anterior, la 123, donde encuentro la excusa para traer esta novela de Manuel Jabois a este blog lingüístico:
A menudo uno encuentra una palabra que no oyó en la vida, o la aprende por sí mismo, sólo por el mero hecho de necesitarla de la manera más urgente e insólita.
Se refiere el narrador al hecho de que un personaje, Pepe Galvache, suegro de Mai (Miss Marte), busca durante «medio siglo» un adjetivo para completar la descripción de cómo da en la pantalla de televisión Lola, la mujer del servicio. Al final concluye, para ligarlo al sustantivo presencia, con el adjetivo inadecuada.
La ocurrencia de que se puede inventar una palabra que ya existe, de forma mágica, por razón de urgencia, es un hallazgo no sólo poético sino filosófico, que como obseso del origen del lenguaje me ha hecho muy feliz.
Lemon y Wilder
Releyendo Miss Marte descubro que es un trabajo literario más deslumbrante de lo que ya pensaba, diseñado con admirable inteligencia. Para mí ha habido más anzuelos que quizá para otros: las bromas sobre el mundo periodístico, la mención a los romanos que llegaron al Fin de la Tierra, la banda sonora de los Kinks. Una lectura gozosa y profunda, más allá del entretenimiento, que junta reflexión sobre el paso del tiempo, retrato social y las jugarretas de la mente, magistralmente cerrada.
Y hasta aquí mi primer esbozo de la Teoría de las Maracas, que celebro haber podido ejemplificar con esta brillante novela de Manuel Jabois.
«Así que esta es Yulia», dijo al ver a la pequeña, cogiéndola en brazos. «La primera nena de la pandilla». «¿Quieres ser su padre? Es que no tiene», le dijo ella. (Pág. 87).
(IIIIIIIIIIII)
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En la última novela de Andrés Ibáñez, Nunca preguntes su nombre a un pájaro (Galaxia Gutenberg, 2020), dos personajes dialogan en una sauna sobre dioses y la psique. Hablan un escritor y su cuñada, así que estas páginas alcanzan un clima erótico especial. No olvidemos que estamos en una sauna, desnudos, sudando, purificándonos, y que además somos cuñados, estamos prohibidos el uno para el otro.
He leído en alguna parte a Andrés Ibáñez comentar que siempre le sorprende el poco erotismo que hay en la literatura. En mis novelas hay bastante, aunque no tanto como yo querría. No sé, ahora, pensándolo, creo que uno siempre tiene cierto miedo a escribir escenas eróticas – miedo a hacer el ridículo, quizá.
A mí el erotismo de esta novela me ha parecido delicado, ejemplar. Nada ridículo. Hay que ser muy bueno para llevar a los lectores hasta las sensaciones de la piel y la rendición de la mente sin que se enteren.
Pero no quería comentar este aspecto, en realidad, sino destacar una palabra que aparece en la charla en la sauna. Unas páginas antes, dice Horst, el escritor protagonista:
Todo eso que hemos aprendido como «mitología», lo que para los griegos era religión, la creencia en dioses externos a nosotros, es en realidad psicología, figuras y personajes de nuestra alma…
(Está explicando a la analista junguiana Jean Shinoda Bolen, dice el mismo Horst).
Estamos en la sauna, podríamos estar pensando en que estamos desnudos, cerca, solos, y en que nuestros dedos podrían tener vida propia y acercarse para tocar el cuerpo del otro. Pero no, hablamos de temas serios, tan serios como las cosas más terribles de mi corazón, dice Horst.
Sigue la charla:
— … estoy seguro de que en tu corazón, por ejemplo, no hay lugar para las cosas horribles. —¿Tú crees? —dice ella—. Eso no lo sabes. —Estoy convencido. —Nadie puede conocer el corazón de otro. —Eso es cierto. Una pausa. —¿Qué tal un poco de vapor? —dice Eva. —Kydos a eso. —Kydos. He oído esa palabra otras veces, ¿qué significa? —Significa «fama» en griego. «Gloria». «Alabanza».
Kydos, mejor que kudos, en griego κῦδος, en efecto es honra, gloria, fama. El mismo Horst explica a su cuñada Eva (y a lector) que en inglés la expresión griega se usa desde al menos el siglo XVIII para felicitar por algo, celebrar algo. Andrés Ibáñez ha situado la acción de esta novela en las montañas del norte del estado de Nueva York.
Curioso que en inglés se utilice una palabra del griego clásico para decir ¡bravo!, ¡brindo!
La novela, de la que poco he contado, no es erótica, por cierto. Es una novela de terror que plantea un debate moral y filosófico de calado, donde seres mitológicos se materializan para hacernos dudar de su consistencia real. Son materiales pero atraviesan paredes. Causan daño como humanos cualesquiera pero son invulnerables como dioses. La fábula nos expone la posibilidad de que la alabanza, la gloria pública, se cobren una terrible factura. Una estupenda novela de acción y reflexión que he leído con enorme deleite.
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Leía hace unos días un libro delicioso y muy brillante que recomiendo, obra de un hombre de cultura apabullante (reconocida ya por varios prestigiosos premios). Se trata de W. G. Sebald en el corazón de Europa, de Cristian Crusat (Wunderkammer, 2020).
Crusat ensaya un recorrido muy interesante de la mano de la obra originalísima del autor de Los anillos de Saturno, un canto casi fúnebre a un mundo de ayer que quizá no es tan distinto, en el fondo, al de hoy. La capacidad de análisis y la audacia del pensamiento del autor ha de fascinar a los lectores de Sebald y lanza, a los que lo tenemos pendiente, directamente a zambullirnos en su obra, seducidos por su ética de la contención y la pequeñez.
Cristian Crusat
Crusat nos describe en el libro una genialidad de Larry David, quien en su serie Curb your enthusiasm muestra una escena demoledora sobre la incapacidad de los ojos contemporáneos para ver el sufrimiento de las generaciones precedentes.
En otro momento nos recuerda la Antígona de Jean Anouilh, y un dato histórico: entre un tercio y un cuarto de millón de hombres quedaron sin sepultar entre las trincheras de Verdún.
Si intentamos encajar ese cuerpo insepulto en las figura de Polinices y Eteocles, los hermanos de Antígona, nos falla el planteamiento de la tragedia. Crusat cita a Steiner: los cuerpos insepultos pronto quedan reducidos a una papilla indistinta.
En clase les leí a mis alumnos esas páginas, y luego nos pusimos a leer el principio de la Antígona de Sófocles. Nos detuvimos aquí:
No es conveniente perseguir desde el principio lo imposible, tradujo Assela Alamillo para Gredos en 1992.
Propuse a mis alumnos que tradujéramos de otro modo y dimos con esto:
No conviene empezar por ir tras lo inútil
Aunque jugamos a traducir θηρᾶν por su acepción más básica, así: cazar lo imposible, lo sin remedio. Solo se puede cazar lo que se persigue. Para cazar hay que correr, ir tras la presa. No merece ser llamada caza la actividad que se cobra una pieza si el cazador está quieto, escondido, apostado traicioneramente como un verdugo.
Les dije a mis alumnos: —Recordad esta frase de Ismene, la hermana sensata, temerosa, y dentro de treinta años, decídsela a algún hijo vuestro, así, en griego, y acordaos de mí que estaré criando malvas. Gloria terció: pero no hay nada imposible. Entonces, les dije, recitad ese consejo o su contrario según os convenga. Unas veces será útil uno, otras otro. No les dije la verdad: que no se trataba de acertar algún día en el maternal consejo, sino de acordarse de su sentimental profesor.
Añadí: —Haced como Groucho, que dijo Estos son mis principios, si no les gustan, tengo otros.
Y entonces me di cuenta de que ninguno de mis once alumnos sabía quiénes son los hermanos Marx, y entendí que antes de llegar a Sófocles, incluso antes de pasearlos por la Europa de Sebald, tendría que darles a probar la sopa de ganso.
La novela Animales feroces, de Manuela Buriel (editada por Aristas Martínez este 2020), está protagonizada por un adolescente llamado Arcas. Arcas, Ἀρκάς, es el nombre de un personaje mitológico poco conocido: el hijo de la unión de Zeus con la cazadora Calisto, la que fue convertida en osa y luego en la constelación Osa Mayor. Arcas dio nombre al pueblo de los Arcadios. Arcadia es sinónimo de tierra de felicidad y paz, por mérito de Virgilio y sus Églogas allí ambientadas.
La raíz de Arcas es ἀρχ-, con el significado básico de empezar, ser el primero, dirigir o gobernar. Tenemos muchas palabras en castellano con esta raíz en su acepción de antiguo (por primero). Curiosamente el arca de la Alianza, por antigua que sea, no debe su nombre a esta raíz griega sino a la voz latina arca, caja, (verbo arcere, de origen indoeuropeo, contener).
La mayoría de los nombres de Animales feroces son exóticos. Por ejemplo Tengu, también llamada Mei, el personaje fascinante (en un principio) con que nos topamos pronto y que introduce al narrador protagonista, Arcas, en la aventura. El conserje del colegio se llama Enomao. Dos botones de muestra en esta historia situada en escenarios sin nombre propio: el Pueblo, la Ciudad, la Capital.
Tengo sentimientos encontrados sobre la novela de Manuela Buriel, pseudónimo último del autor esquivo que se ha escondido antes en el de Colectivo Juan de Madre y a quien le publiqué en Sloper en 2011 la novela El libro de los vivos, obra que Buriel cita en Animales Feroces (página 41) como La casa de la cura de almas. Este autor me maravilla. Su New Mynd me dejó boquiabierto. Reivindiqué un prestigio y una presencia mediática máxima para Colectivo Juan de Madre en La mala puta (2014). En Animales feroces he vuelto a toparme con momentos de una belleza turbadora, imágenes tan feéricas como el pubis de una adolescente que se baja las bragas y queda velado por el desprendimiento de unas plumas de pájaro. La mezcla de virginidad angelical y de erotismo que se consigue así, provoca un feliz cortocircuito.
Hay frecuentes hallazgos poéticos bien insertados en esta narración de sesgo político-antropológico. Por situarnos, Arcas, su amiga extravagante Tengu y dos jóvenes más forman una especie de secta política, las Tetramorfas, idealista y de discurso anarquista y marxista, que pone en marcha dos procesos: el renacimiento de Arcas en la forma del animal que en verdad estaba llamado a ser, una hiena (junto a la zoologización de sus hermanos), por un lado, y por otro las acciones políticas terroristas con que estos revolucionarios quieren demostrar al mundo dirigente, representado en un colegio de niños ricos, que las cosas van a cambiar.
Por su acertada estructura narrativa (capítulos dedicados a la conversación de Arcas con su abuela muerta Lucero, capítulos-epístolas a su amigo Simón Pedro, que estudia en la Capital) y por su atmósfera fantástica, el libro es una gozada, un producto de una inteligencia indiscutible. Entonces, ¿qué problema le veo? El problema no lo veo tanto en la obra como en mí ante la obra. Admirador de esta mente creadora, me sorprendo perplejo ante el discurso político de los héroes de la novela, ante unas ideas torpes y unos razonamientos ridículos, tanto que la primera impresión invita a tomarse este relato como una caricatura del idealismo juvenil, una parodia de toda revolución proletaria. Pero el subtítulo de la novela no es «una fábula anticomunista». El libro avanza y queda la sensación de que Buriel no se ha propuesto tal parodia: cierto que no hay por qué identificar el pensamiento de Buriel con el de las Tetramorfas, sin embargo hay una exaltación clara de todo el proceso que aúna las metamorfosis fascinantes de los cuerpos (revolucionarios y revolucionados) y las ideas que sustentan, impulsan y explican estas metamorfosis.
El autor de «Animales feroces» es autórfugo y sexófugo.
¿Qué ideas? La teoría original que alimenta la revolución de las Tetramorfas y su metamorfosis en animales (uno en hiena, otra en pájaro etc.) es que hay que descubrir al animal feroz que estábamos todos destinados a ser, el animal amordazado por milenios de tradición y cultura, es decir de Civilización, es decir, de Humanidad. El animal feroz, «la revuelta animal» instaurará el verdadero orden natural, invertirá la escala del poder, liberará a los oprimidos de siempre y ajustará las cuentas a los dirigentes. Desde nuestra gestación, según la revelación que ilumina a las Tetramorfas, «nos vencen, moldeándonos a imagen y semejanza del Hombre, pero con el espíritu apaciguado de los esclavos». Nuestros padres, «animales desdentados», utilizan «el arma del Hombre» por una «inercia histórica a la que debemos poner fin». Esta arma consiste en ocultar a los hijos su naturaleza o «médula» animal.
Buriel, tal vez, ha querido retratar el entusiasmo feroz y radical de tantos adolescentes que se deslumbran, en su bisoñez, con ideas que cuestionan la decencia del mundo. la realidad que descubren al salir del huevo. Lo hace con tal belleza y esfuerzo poético y a la vez filosófico que quisiéramos ser seducidos por la misma causa que Arcas y sus amigos. Sin embargo, tras el deslumbramiento de esta impactante teoría antropológica, que explica cómo venimos al mundo y cómo la Cultura del Hombre nos hurta el cordón umbilical y nos esclaviza, se hace evidente la contradicción: solo se puede pergeñar una explicación antropológica porque somos hombres, no animales, incluso si lo que queremos propugnar es una reivindicación zoológica.
Es fácil sintonizar con toda apología de la Naturaleza, pero aquí la naturaleza solo es una parte de la empanada, nunca mejor dicho cuando hablamos de creencias adolescentes. En ésta encontramos también situaciones que muestran cómo es propio de la radicalidad ideológica caer en el error/terror de justificar los medios por un fin. Página 182:
Ahora ampliaremos nuestro plan de vigilancia a esas humanas ricas y apestosas. Averiguaremos dónde viven, quiénes son sus vecinos, sus quehaceres diarios, los caminos que transitan. A qué hora y dónde se quedan solas cuando cae la noche..
Así habla Arcas, y uno se ha de preguntar dos cosas: ¿es esto una obvia sátira del terror de un régimen que fue capaz de instituir la Stasi en la RDA, además de las SS de Hitler? (¿Nos imaginamos a alguien colocando hoy a su novela la coletilla «una fábula fascista»?) ¿No será todo esto, en el fondo, una manera genial de contarnos una sencilla historia de celos y envidias de instituto?
La novela tiene muchas vetas por las que discurrir. La figura del tutor de Arcas, por ejemplo, que es un trasunto del propio Juan de Madre/Buriel, ofrece un juego delicioso. Me envanezco yo mismo de haber merecido una página, debidamente camuflado, como novelista, la 106, en la que se comenta el capítulo 13 de Stradivarius rex. (No podía saber Buriel, por cierto, que lo que conté en esas páginas sí es un caso real, contra lo que afirma el tutor de Arcas).
Acabo. El mayor reparo que encuentro para el discurso zoológico de la novela lo concentro en una excusa que aparece en la última página del libro. Dice Arcas:
Buriel crea una potentísima imagen de la crianza humana, una teoría muy especial sobre el destino de nuestro cordón umbilical.
…en un tiempo muy breve comandarás ejércitos salvajes, animalescos, de seres inhumanos, para alcanzar la anarquía más acogedora y despiadada.
¿Por qué la sociedad humana, si es despiadada y alberga diferencias sociales, merece ser alterada con una revolución, y en cambio la anarquía animal despiadada es una utopía deseable?
Pero además, ¿qué tiene de anárquica la Naturaleza, el reino animal? Despiadado sí es. Seguro que Arcas/Buriel ha oído hablar de las terribles peleas de gatos, por no irnos a marcos muy lejanos. Y también habrá oído hablar de los machos alfas, del rey de la selva. No hay anarquía en el reino animal. Hay monarquía. Hay esclavitud. Qué raro que Arca, cuyo nombre significa Poder, Mando, Gobierno (además de Secreto si cambiamos de raíz), invoque la anarquía que le niega.
No he podido evitar comentar en el plano de las ideas una novela ante la que me postro con admiración infinita en el plano del arte, de la inventiva narrativa, del poder poético de sus hallazgos. Animales feroces es una lectura apasionante y estimulante. Bella, inquietante, te cortocircuita estéticamente y te mete en el cuerpo ese miedo al desastre, como la película The joker. La recomiendo con fervor.
Ando leyendo El Quijote, que es una fiesta del lenguaje. Pocos libros tan voluminosos se leen con tanta fluidez. Pocas novelas ofrecen un hilo de diálogos tan prolijo y ligero a la vez. Volver al castellano de Cervantes en El Quijote tiene algo de desenterrar un léxico hoy perdido o en desuso, pero comprensible por analogía o etimología.
Marcela, personaje de El Quijote. Xilografía de El Quijote de Montaner y Simón editores, 1880.
Por analogía: uno encuentra una expresión como «lo brumó», con el sentido de «lo molió a palos», y disfruta con el descubrimiento de un verbo, brumar, que nadie hoy recuerda, pero cuya raíz conservamos en abrumado/a, adjetivo que ahora entendemos por agobiado, algo más suave que apaleado.
Por etimología: es una gozada encontrar palabras como agible o arbitrante, que no se leen con perplejidad cuando uno ha tenido el suficiente contacto con el latín. La primera significa factible (de ago) y la segunda juez o juzgador (del verbo arbitror).
En el castellano de Cervantes encontramos léxico compartido con el catalán de nuestro tiempo, que el castellano actual ha olvidado. ¿Alguien utiliza hoy frazada, por manta? Flassada, en catalán. (Me apunta el escritor Gabriel Bertotti que en Argentina nadie dice manta. Más afortunado es el ejemplo de la expresión que encuentro en la página 636 de la edición efeméride de Alfaguara de 2005: «un mes arreo», dice Sancho. Arreo como adjetivo/adverbio, con en sentido de seguido, sin interrupción. ¿Sobrevive esta palabra en el castellano post-Cervantes? Es la primera vez que yo la veo, sin embargo es fácil ver que se trata de la palabra catalana arreu, según la RAE robada por el castellano del XVI y de origen gótico).
El Quijote ha hecho correr muchos ríos de tinta y con razón, pues fue una genialidad inopinada por su propio autor. Me parece a mí. Ahora que lo releo después de treinta y cinco años, lo disfruto un 1000% más que la primera vez. Me embelesa el discurso de la bella Marcela, poniendo en su sitio a sus pretendientes desorientados, con el juicio nublado, cerriles ante lo que les parece una impiedad: que la belleza permanezca virgen, que no se entregue a sus admiradores.
Me seduce, como a todos desde siempre, el debate que se plantea por debajo de la comicidad aparente. Ahora se usa entre los jóvenes la expresión «virgen de la vida», algo burlesca, que indica que uno es algo ingenuo, naif, inexperto. Don Quijote, en un perfil simplificado, es un idealista, un romántico, un soñador. Todos los personajes en el libro, menos Sancho, tienen por locura la propuesta de Alonso Quijano de «resucitar la caballería andante». Yo no tengo tan claro que en el pecho de Cervantes no ardiera una burla de los burladores: que con la historia de este hombre chalado no estuviese lamentando la muerte de las quimeras. No exactamente las quimeras de Don Quijote, pero sí un mundo de sueños imposibles, más noble, sin duda extinguido como las armas de fuego extinguieron la nobleza de los combates singulares, la luz santa de las armas blancas. No tengo tan claro que Don Quijote no sea un pionero del anarquismo, un iluminado, un nuevo Jesús cuyo reino no es de este mundo, que libera a los galeotes encadenados aplicando una ley naif, virgen, suicida, irreal, que acaso jamás tuvo lugar en la historia, sólo en las fábulas milesias, imposibles, que fueron los libros de caballerías.
Una de las palabras que he escogido para comentar aquí es endriago. En el mundo real no existen endriagos, monstruos –según leo por ahí, y hasta la RAE le da pábulo con un «quizá»– con algo de hidra, algo de dragón (es redundante, pues la hidra de Lerna ya es dragón), algo de hombre. El primer endriago conocido recibe nombre y cuerpo en Amadís de Gaula, novela de caballería de cabecera de Don Quijote. En este Endriago de una litografía de 1838 no se ve la hidra por ninguna parte. Tiene cara de gárgola demoníaca del románico.
Así describe al endriago Garci Rodríguez de Montalvo, autor de Amadís de Gaula:
Tenía el cuerpo y el rostro cubierto de pelo, y encima había conchas sobrepuestas unas sobre otras, tan fuertes que ninguna arma las podía pasar, y las piernas y pies eran muy recios y gruesos, y encima de los hombros había alas tan grandes que hasta los pies le cubrían, y no de péndolas, más de un cuero negro como la pez luciente, velloso, tan fuerte que ninguna arma la podía empecer, con las cuales se cubría como lo hiciese un hombre con un escudo, y debajo de ellas le salían brazos muy fuertes así como de león, todos cubiertos de conchas más menudas que las del cuerpo, y las manos había de hechura de águila con cinco dedos, y las uñas tan fuertes y tan grandes que en el mundo podía ser cosa tan fuerte que entre ellas entrase que luego no fuese desecha. Dientes tenía dos en cada una de las quijadas, tan fuertes y tan largos que de la boca un codo le salían. Y los ojos grandes y redondos muy bermejos como brasa,s así que muy lueñe, siendo de noche, eran vistos y todas las gentes huían de él.
En resumen: peludo con conchas, con alas enormes (no las alitas de murciélago de la imagen) y vellosas, brazos/patas de león, zarpas de águila. Lo de los dientes es complicado imaginarlo, y no hay más datos sobre su rostro que el de ser velludo. No vemos hidra en esta descripción, sino más bien grifo: brazos de león con zarpas de águila, con alas de dragón en lugar de alas de ave (o sea alas con péndolas, de pennula, diminutivo de penna, pluma).
Por eso propongo desde aquí rehacer la etimología y descripción que encuentro en la red de este pobre bicho (fruto de un incesto del gigante Bandaguido): Endriago tiene piernas de hombre, brazos de grifo y alas de dragón. Como Endriago es el nombre propio de la criatura, y es obra del autor del Amadís, no procede proponer una explicación de una evolución etimológica, pero en todo caso Garci Rodríguez de Montalvo pudo deformar una única raíz: draco (latín) o drago. No hace falta buscarle un grifo. Y nada de hidra, ni en el verbo ni en la carne.
Entonces Don Quijote espera a su endriago, algún ejemplar de esta nueva raza de monstruos nacida con Amadís.
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Gabriel Bertotti ha publicado un libro sobre cine y lo ha titulado Margen cínico (Món llibres, 2019).
Cínico viene de la raíz griega perro, κυν-ὀς, y se usó primero para aquellos filósofos que tenían a gala vivir como perros, sin posesiones y ladrando. Diógenes y CIA.
Bertotti es cinéfilo y no sé si cínico, de los de antes o de los de ahora, y le ha dado la gana hacer un uso desplazado de ese cínico: formalmente proveniente de la raíz mencionada (perro) pero gamberramente atada por su significado al origen cine, del griego κίνησις, movimiento. Hay que recordar que cine es la abreviatura de cinematógrafo: el movimiento escrito. Lo correcto o esperable era «Margen cinéfilo», o cineasta, cinemaníaco, o cinematográfico… Pero quién quiere ser correcto.
Dos páginas del libro: imagen de Nastasia Kinski en «París, Texas» de Wim Wenders, procesada por el fotógrafo Gabriel Bertotti.
El libro de Bertotti me parece una maravilla, una verdadera fiesta. Contiene mucha información que ilustrará a los poco o medio cinéfilos, pero más allá de los datos es una valiosa pieza literaria. Me parecen perturbadoras aparte de originales las reseñas ¡en verso! de películas como Centauros del desierto y París, Texas. Estremecedoras y lúcidas las divagaciones a raíz de Déjame entrar o de Logan.
Cómo no admirar a un escritor que, gracias a Logan y su eutanasia, nos deja esto:
Un padre se transforma en maestro de sus hijos cuando les enseña a morir con su propia muerte. (Pag. 108).
En mi libro de poemas Los trofeos efímeros (Sloper, 2014), dediqué piezas a películas: El hombre que mató a Liberty Valance, El hombre elefante y La versión de Browning. Así que me he sentido muy cercano en estética y temática a lo que ha hecho Bertotti, pero lo suyo me parece más audaz porque no es la típica pieza poética que se inspira en películas y cuenta de otro modo una escena. Bertotti hace un poema que funciona como reseña y el hecho de que se nos presente en verso está justificado: hay una ambición de belleza que había que subrayar. A veces el poema no es reseña sino regalo biográfico en el que el cine es telón de fondo. Es la vida del autor el tema principal y la película, la sala de proyección, el escenario provisional de un momento eterno.
Me he reído mucho con las entrevistas geniales, inventadas, hechas a John Ford, Howard Hawks, John Huston… Con el homenaje a Tarantino en forma de guión de una escena de otra Pulp Fiction. Deliciosa la reflexión sobre las nínfulas que el arte del siglo XXI ya no podrá alumbrar, a propósito de Manhattan de Woody Allen.
El libro contiene fotos en B/N del mismo Gabriel Bertotti, estupendas. La portada aparentemente es poco afortunada. Hay quizá mejores fotos en el interior, pero tras mucho mirarla encuentro una luz entre los dedos de ese pie que ya no sé si es luz o llaga o una inquietante invasión de… pero esperen, cojo el libro y lo alejo lo máximo de mi rostro y ¡justo ahora lo descubro! Algodón entre los dedos. Quiero creer que el autor a robado un fotograma de Lolita de Kubrick.
El libro se erige en prescripción apasionada de las películas que no podemos no haber visto o no ver cuanto antes. Despierta hambre en quienes buscan buen cine, sobre todo clásico (aunque Dios lo bendiga, también ama Endgame, Star Wars y hasta Torrente). Yo creo que ha de maravillar a quienes, como él, ya saben mucho de cine, ya han visto lo que hay que haber visto.
Yo he aprendido mucho. ¿Será verdad que Lowry murió tocando el ukelele?
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