En la miniserie de Netflix Desde dentro, un preso en el corredor de la muerte asesora a investigadores en sus pesquisas sobre otros crímenes.
Pero no asesora a cualquiera. El tipo ha de entender que esa investigación se ajusta a sus criterios. Va a echar una mano si el caso le parece que tiene un «valor moral».
Cuando, en inglés, el preso menciona su filtro, sus condiciones, sus criterios, utiliza la palabra criteria. En el doblaje vemos y oímos su traducción en plural: criterios. My criteria: mis criterios. Rechaza ayudar a un senador porque «no se ajusta a mis criterios»: «Just his case didn’t meet my criteria».
Me da la impresión de que en inglés abundan más estos plurales latinos que en español. Se trata de plurales de sustantivos neutros, que al acabar en -a tienen todo el empaque de un femenino singular, y además reforzado por su artículo o su adjetivo en plural: Los criteria.
Mi viejo amigo Eduardo Segura, experto en Tolkien y preguntado sobre el tema, me cuenta que este uso es más frecuente en en EEUU que en Gran Bretaña. Aporta otro caso: los comentaristas deportivos utilizan la palabra momentum para referirse a un cambio en la marcha del juego durante un partido. Esta palabra tiene un valor algo mágico. No es plural, pero sí neutra.
Dejo este post en reposo y construcción a la espera de toparme con más ejemplos que ir añadiendo a una posible lista.
Leyendo el novísimo libro de Begoña Méndez, Autocienciaficción para el fin de la especie (Ortega y Hurtado Editores), me topo en cuatro ocasiones con la palabra amnios.
Página 13: «Me desdibujo en el amnios de la gasolinera». Página 62: «…me desarrollé yo sola en el amnios de un laboratorio». Página 133: «…el amnios de la resurrección».
¿Qué es el amnios? Quien ha tenido alguna relación con una gestación ha aprendido qué es el líquido amniótico, el relativo al amnios, que es la membrana delgada, transparente que rodea o envuelve al feto. Amnios es un neologismo científico inspirado en el amníon, ἀμνίον, el vaso o lebrillo (cuenco, fuente) para recoger la sangre de los sacrificios. Ἀμνός, amnós, es cordero, el animal del sacrificio de la tradición judía.
Es curioso que Méndez, que ha acertado a morder otras raíces griegas en su obra, como en el caso de phármakon, no se haya detenido a deleitarnos con su don poético gracias a un concepto que tan bien aúna dos puntales de su discurso: la sangre que genera vida y la sangre que brota de la muerte, el nacimiento encapsulado por una membrana que recibe el nombre de un ritual de sacrificio.
Si Begoña Méndez no se ha detenido en esta etimología seguramente es porque tiene el amnios incorporado a su imaginario. El amnios de la gasolinera, de un laboratorio, de la resurrección: en nuestra autora este lugar es un lugar de creación, de vida. La cuna de criaturas imprevisibles, como su obra.
José Vidal Valicourt y Begoña Méndez en la librería Drac Màgic de Palma. Foto: Nadal Suau.
El escritor José Vidal Valicourt ha comentado que Autocienciaficción para el fin de la especie es tan potente e intenso, tan rico y polémico que obliga a debates, seminarios, clubs de lectura, incluso merece tesis. Méndez ha declarado: «No sé lo que he hecho».
Yo tampoco sé lo que ha hecho. Sé que primero intentó una ficción sci-fy. Sé que en seguida prefirió amotinarse y probar un ensayo. Sé que ese ensayo está atravesado brutalmente por la prosa poética del delirio y de la confesión sin renunciar a la impostura, o mejor, al vaciado de su persona ofrecida como médium por el que se expresan otros seres, mujeres, pero también entes de naturaleza no humana. Me he preguntado, acabando la lectura, si alguien habrá probado antes a escribir una novela de ciencia ficción desde un lirismo tan exaltado.
La prosa poética de Méndez nos engulle como un tifón y nos lleva hasta la última página. Da igual si entendemos todo o no, da igual si aprobamos todo o no. Nos hipnotiza su proyecto de desaparición y la belleza de su verbo fecundo. La mujer que detendría la natalidad mundial resulta ser puro parto, creación infinita.
Este libro es un poema que sublima el dolor físico, que disecciona el cuerpo con los bisturíes intangibles de la palabra. La estudiosa caza citas, historias, y las pare de nuevo. Se deja traspasar. Es otras y a veces es ella misma y nos revoluciona con su lucha contra los estragos del hambre. (No sé si con un par de kilos -un par mallorquín, o sea por los menos tres- Begoña Méndez estaría más sexi, como le han dicho alguna vez. Pero creo que ganaría un poco de espacio para tatuajes). Esta afortunada utilización de una película como fertilizante para esculpir una pieza poética, me ha recordado los memorables capítulos en verso del libro sobre cine de Gabriel Bertotti.
Aparece una vez más la palabra amnios. Es en la página 198: «La sepultura y el amnios», dice en el curso de una enumeración de los estados que la nueva identidad de Méndez atraviesa nadando «a crol», poseída por el alma de María Inés Mato. Las palabras brotan en Méndez como frutas mágicas en un rito iniciático, se convocan unas a otras; fluyen como fluye la misma autora cuando bucea para nadar esa dicha que no puede decir; afloran sin cesar al paso de sus brazadas, de sus patadas con cola de sirena al agua en calma de nuestras certezas.
Cruzas a crol un baldío anterior al claustro materno. Materia confusa, disolución en las aguas: te haces savia primordial. Líquido sagrado. (pág. 198).
Begoña Méndez ha dicho que «esta voz se ha acabado», pero ¿cómo puede saberlo si no es su voz, si es la voz de un cuerpo poseído? No es su cuerpo y, entonces, tampoco es su alma. «Este ensayo» no es al final «mi cuerpo». Y por eso nos interesa, porque es un cuerpo como «ademán poético», como la aflicción de los demás que ese mismo cuerpo, esa misma mente, a veces propia, a veces alienada, reconoce atender.
La anomalía, la novela de éxito de Hervé Le Tellier, no plantea un problema real. No plantea un problema posible que deban resolver los agentes responsables de la realidad: políticos, demógrafos, filósofos, físicos, informáticos, sacerdotes…
La anomalía plantea un problema mucho más importante, un reto artístico, imaginativo, narrativo, poético, mágico. Por eso el libro solo empieza a emocionar cuando se confrontan los personajes duplicados con su doble, demostrando que lo ocurrido (la aparición de un avión con pasajeros que ya estaban en este mundo, y que habían cogido ese vuelo meses antes, y por lo tanto son personas repetidas caminando sobre el planeta) no es tanto una tragedia, ni un conflicto, como una mina para la germinación de situaciones propicias para el brillo de la ideación literaria. Por eso es verdad que no hay posible spoiler para el libro: adelantar que un avión y sus pasajeros se han duplicado es adelantar simplemente un punto de partida.
Un ejemplo de esas ideaciones: la impagable situación del escritor fracasado que ha triunfado después de muerto (se suicidó) y ahora aparece para torear su fama, cuando ni siquiera ha llegado a escribir aún el best-sellar por el que ha logrado el éxito. Otro: el hombre que previene, a su yo del pasado, de la ruptura que le espera con la mujer de la que está enamorado. (Dos citas me quedo para el tema tan resbaladizo del amor: «amar evita al menos tener que buscarle continuamente un sentido a la vida», y «para dejar a la persona amada, hay que deconstruir el mundo»).
Para traer La anomalía a este blog no me justifico en tropiezos etimológicos sino mitológicos. El primero es la operación Hermes. Los gestores de la crisis deciden llamar así a la operación por la que los pasajeros duplicados, su viaje imposible y su secreto, deben «esfumarse». Los hombres y mujeres que trabajan en el llamado protocolo 42, deciden ejercer de psicopompos, como Hermes, y conducir a los duplicados a un mundo inaccesible para quienes puedan utilizarlos o amenazarlos. No se trata de eliminarlos, de hecho, la operación Hermes afecta a los originales y a los dobles, a los pasajeros de marzo y a los de junio, pues su propósito es ocultar su identidad, llevarlos a una dimensión a salvo de fanáticos y periodistas.
El segundo tropezón se da cuando Victor Miesel, el escritor que se ha suicidado y que en junio vuelve a aparecer sin tener que lidiar con su doble, menciona «La caja de Pandora» en una tertulia televisiva en París. Lo hace para apoyar la opinión de un filósofo, un tal Philomède, que ha dicho que el hecho de que todos los humanos y nuestro mundo seamos virtuales no cambia nada, cada uno seguirá con su vida, del mismo modo cada uno ha seguido con su vida tras aceptar el cambio climático. Nos limitamos a esperar, porque los humanos como dueños de ese mal, el último de los males de la tinaja de Pandora, la esperanza.
Al respecto de esperar y «no hace nada» contra el hecho de que toda la realidad es virtual, el narrador de la novela hace un comentario delicioso: «Explorar el espacio ya es caro, pero si encima no hay espacio, entonces es desorbitado».
Una nota particular
Un amigo me regaló La anomalía diciéndome que es un libro que debía haber escrito yo. Al terminar la lectura le he entendido. En mi novela Stradivarius Rex planteo un imposible físico similar: un hombre cambia de cuerpo cada día. Es quizá el fenómeno inverso y a la vez multiplicador de la duplicación de Le Tellier. Los 240 personajes de La anomalía se multiplican por dos, lo que implica unos sobrantes. Mi personaje de Stradivarius Rex implica un faltante, cientos de ellos. Cada día deja de ser no sólo su yo original, sino cada uno de los hombres que ha sido el día anterior. Sin embargo también es todos ellos, acumula sus memorias. Como en el libro que nos ocupa, se trata de un punto de partida desde el que ensayar piruetas literarias.
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La asesina a sueldo, Ava, interpretada por Jessica Chastain en la película de Tate Taylor (2020) va ejecutando a sus víctimas con el consuelo de que «algo habrán hecho». Los tipos que elimina suelen ser hombres y a todos el rostro les rezuma felicidad, pues han triunfado en la vida. Matizo: han triunfado en lo económico. Ava sabe que tanta felicidad es frágil, efímera. Ahí está ella para acercarse, bellísima, irresistible, y mirar en sus ojos cómo toda su seguridad y satisfacción se truecan en miedo ante su inesperado final.
En dos momentos de la película Ava dice, más o menos: «Creso dijo que nadie debe ser considerado feliz hasta que haya muerto». Una cita muy oportuna en el contexto de unas vidas aparentemente felices e inesperadamente truncadas. La cita de Ava avisa de que no puedes creerte feliz hasta que has culminado tu vida y te has muerto feliz. Creerte feliz a los cuarenta o los cincuenta, cuando vas a morir a manos de una asesina, es de una ingenuidad antigua. Una cita muy oportuna pero mal hecha, porque Creso no dijo eso.
Lo dijo Solón. El sabio era Solón. Creso, rey de Lidia, era el triunfador, el poderoso, el rico. Recibió a Solón en su palacio, le enseñó sus tesoros y le preguntó quién era el hombre más feliz que había visto en su vida, seguro de que le diría: tú, Creso, tú. No hubo manera. Se lo preguntó una y otra vez: ¿y el segundo más feliz? ¿Y el tercero?
El guionista de Ava, Mathew Newton, se fio de su mala memoria o fue a beber en fuentes corrompidas. En su primer libro de Historia Heródoto nos cuenta esa anécdota. Por otra parte, la máxima que une felicidad y muerte se convierte en un tópico que también aprovecha Sófocles en Edipo rey.
En otra película, Shutter Island (2010), un médico alemán (Max Von Sydow) le explica al policía interpretado por Di Caprio que en griego «trauma» (τραὐμα) significa herida, pero en alemán «trauma» significa «sueño». Con esta asociación parece querer bendecir freudianamente, la huella de las heridas en los sueños, el valor del sueño como escondite de la herida. Sin embargo, ¿el «traum» alemán viene del griego? No. Viene del alemán antiguo «troum». El «Traum» alemán no está asociado en esta lengua ni en sus raíces con ninguna idea de «herida», lo mismo que su pariente inglesa «dream». Me lo confirma Ramón Aguiló Obrador, alemán de adopción.
En alemán coexisten «Traum», sueño, y «Trauma», trauma, la palabra griega.
En 1987 Luis Mateo Díez publicó un relato titulado El sueño y la herida en la colección Textos tímidos de Almarabu. Es la historia de un librero de hace siglos a cuyas manos llega un libro que encierra secretos de alquimia. Aquel raro ejemplar le era conocido, había soñado con él años atrás, de joven; un ángel le profetizaba el día en que vería en el libro soñado «lo que nadie puede ver». El relato concluye con el joven herido de muerte, por ir en pos del milagro que escondía el libro. No tengo claro que Nicolás, el librero, se considere feliz en su último aliento.
Quería dedicar una entrada a la palabra electricidad. La razón es que en el listado de raíces griegas que cada año paso a mis alumnos de 2º de bachillerato, aparece ἤλεκτρον, palabra que los estudiantes en seguida ven que da origen a la española (y universal) «electricidad». Sin embargo, ἤλεκτρον significa ámbar. De buenas a primeras, ¿Qué tiene que ver el ámbar con la electricidad?
No es vox populi, desde luego. La tentación es intuir y proponer. ¿Quizá el ámbar es un aislante, o al revés, un cuerpo «corriente», «que conduce electricidad»? ¿O es que la genera? No, que se sepa.
La web que prefiero, por completa, para consultas de etimología, al parecer chilena, da cuenta de la raíz griega de electricidad, pero no explica la razón. Vean.
Tengo un amigo obseso de la etimologías, el psicólogo Ernesto Maruri. Tuve el placer de comer con él en Pamplona a primeros de marzo y le comenté esta laguna. No tardó ni ocho horas en enviarme unas fotos tomadas a su apreciado Diccionario de Etimologías heredado, obra de Roque Barcia, el primer diccionario general etimológico de la lengua española, de 1880.
En esas fotos venía la explicación ansiada. Ya los griegos antiguos, explica el diccionario, observaron en el ámbar una extraña propiedad: atraía o repelía otros cuerpos. La traducción radical de «electricidad» sería «ambarinidad»; es decir, el fenómeno natural conocido como electricidad, que por otra parte no es exclusivo del ámbar, en cambio sí fue descubierto por primera vez en al ámbar. De ahí que fuera el ámbar griego, el ἤλεκτρον, el material que le dio nombre.
Por otra parte, el conocido electrón, en Física, que es tal cual la transcripción de ἤλεκτρον, partícula subatómica con una carga eléctrica elemental negativa, es decir, se ha quedado con la función repelente del ámbar, la que colisiona, no la que atrae.
Teniendo en cuenta que el ámbar es una piedra semipreciosa, hay que reconocer que el libro que nos ha revelado su papel en la historia de la ciencia, el Roque Barcia, lo supera: es una obra ultrapreciosa. La palabra ámbar, por cierto, es árabe y daba nombre al precioso ámbar gris, esa secreción del cachalote que se usa desde antiguo en perfumería. En El Quijote, Sancho Panza dice de Don Fernando, el hombre que le ha quitado la novia a Cardenio, que «huele a ámbar», así que vemos hasta qué punto el ámbar gris era una sustancia usada en perfumería: su nombre, tal cual, ámbar, era sinónimo de «perfume», en tiempos de Cervantes.
Ramón Buenaventura es el autor de la última traducción de «Meaulnes el grande», del francés Alain-Fournier (Alianza, 2018), un clásico de la novela de iniciación o aprendizaje, una joya, la única, que el autor nos dejó antes de morir con 28 años en la Gran Guerra.
En una de sus primeras páginas uno se topa con la expresión «follar la fragua». Primero me sobresalté por la sorpresa de leer palabra tan malsonante, pero enseguida recordé su etimología y mi única duda fue: a pesar de que es correcto, ¿alguien usa aún esta palabra en su acepción original?
Me divirtió esto, recordar que la palabra que tan vulgar nos parece en realidad nació como eufemismo, fue metáfora un día: era más exacto, para la acción de la que hablamos, utilizar «copular», «fornicar» (que también es metáfora)… Parece que desde el inicio de los tiempos, aparte de «hacer el amor» o «hacer el sexo», siempre nos hemos referido al acto sexual con metáforas: «yacer», «conocer» (en el Antiguo Testamento «conocer» varón o mujer es tener «conocimiento carnal»). Lo divertido, en fin, es recordar que una palabra tan vulgar, la expresión más cruda, grosera y desnuda que tenemos para referirnos a «hacer el amor», es una ingeniosa metáfora, un eufemismo.
He querido escribir este post con la ingenua pretensión de devolverle a la expresión española más vulgar posible, la del verbo follar, un halo de delicadeza, de poesía o ingenio verbal. Follar es usar el fuelle, es meter aire plegando un instrumento. Esta expresión ¿es machista entonces?: el follar y sacar aire a presión por el fuelle, instrumento con punta, como el pene, cosa que aviva la fragua y hace saltar chispas, es un acto exclusivo del varón. La mujer, en rigor, no folla. La mujer es el fuego que el fuelle hacer crecer; es la fragua que alberga ese fuego. En rigor, las mujeres hacen el amor, hacen el sexo, yacen, trotan, etc. pero no «follan» en el sentido etimológico del término. Son sujetos pasivos del acto de follar. Siguiendo con metáforas, la mujer podría «ordeñar», pero también el hombre. En mallorquín tenemos una palabra que se lleva la palma del machismo violento, invasivo, agresivo: barrinar.
Uno quisiera que la palabra follar dejara de sonar tan mal, que nos sedujese su intención olvidada de ser metáfora y velo.Follar es juntar las asas y plegar las branquias de acordeón del fuelle, avivar llamas, encender. No es fácil apreciar una palabra, sin embargo, que es patrimonio del varón y relega el papel femenino en el acto.
No es menospreciar a la mujer decir que nunca ha follado y nunca follará, decir que sólo puede ser follada. Al contrario, decirlo es decir que sólo ella puede ser soplada, sacudida por un viento y con ello encendida, fuego salvaje. Es decir que sólo ella puede conocer el placer, el éxtasis, el orgasmo, consumar el acto sexual y consumirse. Así, follar sí es un eufemismo.
Hay otra posible interpretación de la adopción del papel del fuelle como metáfora del acto sexual, una explicación acústica. A las prostitutas en la antigua Grecia se las llamaba, además de pornai (πορναι), jamaitipai (χαμαιτυπαι), porque «sacuden el suelo». El acto de usar el fuelle, o sea follar, puede que produzca un ruido de golpete rítmico o sonido de pieles chocando (el acordeón) muy parecido al de las ráfagas de la cópula. Esta interpretación es menos poética y tira por tierra la tesis anterior. Follar, ahora, ya no solo es cosa de hombres. Así, follar no es tan eufemismo.
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Hace poco, de buena mañana, recién empezada mi primera clase del día (8:00 h), recibí un whatsApp de una amiga. Me decía que estaba leyendo a Lacan y se había topado con dos palabras en griego clásico. Me preguntaba por su significado.
(Paréntesis: ¿qué les parece que para estudiar la carrera de Psicología nuestro sistema académico conduzca a nuestros estudiantes por el bachillerato de ciencias en lugar de por el humanístico, como siempre había sido?)
Me preguntaba mi amiga por «aletheia» y por «lethe»: ἀληθεία, λήθη, verdad y olvido respectivamente.
Casualmente o no, estas dos palabras con las que mi amiga psicóloga se topó en páginas distintas comparten raíz: «lethe», λήθη . La alfa que niega ante esa raíz, nos invita a traducir «verdad» como «no olvido», «ausencia de olvido».
Si en un verso de un poema alguien plasmara la expresión rimbombante «la verdad es ausencia del olvido», no sabríamos si encajar su lectura con un mohín ante algo cursi o ante algo petulante. Sin embargo, tal expresión no resulta ser un logro de la sensibilidad, un hallazgo verbal, un despliegue de talento poético: es una simple traducción.
¿La verdad es ausencia de olvido? Ausencia de olvido es recuerdo. ¿La verdad es recuerdo? Platón pensaba que no aprendemos: recordamos. La sabiduría (luego la verdad) es recuerdo. No nacemos a esta vida en blanco, tamquam tabula rasa. La teoría de la reminiscencia explica que somos almas procedentes del mundo de las ideas, por lo tanto solo tenemos que ponermos a dialogar filosóficamente para recordar lo que ya sabemos.
Quienes entienden la escritura o creación de poesía como un modo de conocimiento, y dan preeminencia a su vertiente filosófica, se podrían poner morados si supieran griego. No sólo dispondrían de un tesoro de conocimientos procedentes de la simple traducción, sino de un lenguaje impregnado de esa belleza primera que brilló en el bautizo de las cosas. Me acuerdo de esto por ejemplo siempre que tropiezo con la palabra cometa. ¿Qué es un cometa sino una «cabellera» luminosa? Es eso exactamente. ¿Es poético? Claro, pero no pretendía serlo. Es una obviedad, es una traducción.
Y ya que ha salido el cometa, os recuerdo la preciosa canción de La Marabunta, Venusiana.
Por cierto: ¿Platón creó palabras? ¿Debemos a Platón el ingreso en la lengua griega de las palabras ἀληθεία y λήθη? Si creemos que no, entonces la teoría de Platón de que no aprendemos la verdad, sino que la recordamos, tampoco fue un aprendizaje ni una tesis osada. Se limitó, de nuevo, a entender la lengua de sus antepasados. No tuvo ni que recordar. Solo escuchar.
Nadia del Pozo ha titulado Vientre a su primer libro, un fotolibro. Es el libro más hermoso que he tenido jamás en mis manos. Hecho a mano, un libro de artista con tirada de 300 ejemplares, editado en Ciudad de México, con cubiertas de tela impresa con los dibujos que la sangre deja en la parte interior de una piel de cabra, y una textura que reproduce la rugosidad de los restos de vello. En su interior se alterna el papel vegetal, el de estraza, el convencional blanco, las tripas más animales de la historia del libro.
Nadia ha seleccionado 48 imágenes de entre miles, y un relato, para mostrar la punta del iceberg de una experiencia impactante. Durante años ha visitado una región remota de México y ha convivido con pastores de cabras, se ha empapado de la sangre de las matanzas, ha buscado la respuesta a una tensión vital, la llamada de la naturaleza, el origen de la vida.
Yo que sueño con volver al útero materno, entiendo esa búsqueda de Nadia. Yo que tengo recuerdos de mi etapa fetal, sé que hubo un tiempo en que poco me distinguí del feto de un cabrito. Jasón y los Argonautas fueron a los confines de su mundo a buscar el vellocino de oro, y Nadia ha ido a los confines de nuestro mundo a buscar el vellocino de sangre. Pero también ha ido a los confines del tiempo, pues ha encontrado un modo de vida antiguo, residual y cercano a su desaparición.
Desde que he tenido ante mí el libro Vientre no puedo quitármelo de la cabeza. Tengo mono: quiero volver a ver esas imágenes de belleza inquietante que son más que imágenes, son mágicos facsímiles de animales amados y deglutidos, de su plateado secreto, de la proyección de sus estertores. Nadia, con esa apariencia de cuerpo delicado y frágil, esa voz suave y ese cabello brillante e indefenso, resulta ser una persona sin miedo al embate de los elementos en la búsqueda de respuestas fundamentales. Una exploradora dura, brutal, animal y espiritual y nada angelical.
Nadia es especial y no porque lleve un sombrero raro y elegante, sino porque hace cosas que casi nadie hace. Y nos deja asomarnos a ello a través de una pieza artística que nos propina un hachazo y nos parte en dos. Nos remueve sin compasión: no un poco, no, nos deja listos para echarnos en una olla y condimentar un guiso. El tópico es que hay obras que o no te dicen nada o te dicen mucho, demasiado. Con Vientre eso no es una opción. Con Vientre de Nadia del Pozo te quedas KO.
Manuela, librera exquisita que trabaja en Los Editores, librería de Madrid, me recomendó un libro de la editorial madre de este comercio que mima la editoriales pequeñas: La huerta grande. El libro es Las aguas tranquilas del Una, de Faruk Šehić, autor nacido en los 70 en Yugoslavia.
En la página 39 me he encontrado estas líneas:
Las cahipollas son conocidas como aguaflores o unavezaldías (pertenecientes a las Ephemeroptera), porque después de un año o dos, viviendo bajo el agua en forma de larvas, se convierten en insectos adultos y alados, y suben a la superficie; allí se someten a una nueva transformación, para vivir en el aire un solo día.
Un solo día. Vidas de un día, del día. Como la leche del día. Como los diarios, que se guardan en hemerotecas. Los filólogos deberíamos tener una asociación que acosara al ministerio de sanidad, y obligara o fomentara el uso de derivadas griegas en los supermercados: Nada del «leche del día». Leche efímera.
El traductor de Sehic es Miguel Rodríguez Andreu. El libro se lee con ganas. Hay mucha biología. El autor estudió Veterinaria y pasó una infancia cerca de peces de río. Es una gozada chapotear en cada línea de esta novela con nombres de peces extraños. A falta de llegar al ecuador del libro, intuyo que se nos está contando una infancia en el paraíso (más que una infancia de paraíso, que también) para pasar al infierno de la guerra a la que llegó a ir el autor. Estupenda sorpresa la de conocer una marca de caña de pescar de nombre Shakespeare.
πτέρον es ala en griego. Ephemeroptera unes tres palabras: ἐπί + ἡμέρα + πτέρα = ser vivo alado del día, de un día.
El cuadro de Zóbel ornitóptero tiene un título tautológico, mal pensado, creado por el mismo pintor, supongo, que esto de ser artista a veces es pasarse de creativo: «pájaro alado» (ὀρνίς es pájaro). No es «máquina con alas», como alguien explica aquí.
Un poeta como Antonio Manilla sí demuestra similar sensibilidad a la de Šehić cuando titula en griego un bello poema de su libro Broza, precisamente inspirado en los insectos de otro río.
Ephemera
Del huevo que una tarde de verano
depositó en el agua,
eludiendo el acoso de las truchas,
hoy ha nacido, mínimo y elegante,
el más hermoso insecto.
Desplegará las alas, volará
apenas unas horas, acaso conociendo
las hojas de algún chopo,
para luego buscar pareja junto al agua.
Hoy, también, morirá.
Su escueta perfección insuperable
carece de aparato digestivo,
pues nunca ha de comer,
su lugar en el mundo es ser cadena
sometida a la evolución.
Nace, se reproduce y muere
teniendo a su hermosura indiferencia:
la breve y plena vida de una efémera.
Es sabido que poca gente hay más adecuada para trabajar en publicidad que los poetas, pues ellos dominan los recursos lingüísticos perfectos para crear lemas con efecto: los juegos de palabras, la asociación sorprendente, las aliteraciones, los contrastes.
«Puleva le va»
«Eres grande, pequeño» (Publicidad del Citroen Visa 2)
Si además de poeta eres filólogo, mejor que mejor. No hay ningún filólogo (¡espero!) en la agencia publicitaria responsable, que haya parado a tiempo la chapucera y sonrojante campaña del Banco de Santander, en la que presumen de haber inventado algo. Nada más fácil para hacer creer que has inventado algo que inventarte una palabra. Para hacer eso se echa mano del latín y el griego siempre, claro. Pero ay, hay que saber.
Esto no es saber: «Digilosofía»
Con esta palabreja quiere presumir, este banco, de su apuesta por la tecnología, por «lo digital», o sea por una relación con sus clientes a través del teléfono móvil.
Vale, pero…¿Digilosofía? ¿Qué tiene de malo la palabra «Digitosofía»? ¿Por qué «lo» en lugar de «to»?
Esta chapuza de neologismo se debe a la ignorancia pasmosa de que las raíces de filosofía, sin duda la palabra que ha inspirado «digilosofía», son «filos» (φίλος) y «sofía» (σοφια), amigo y ciencia/sabiduría respectivamente.
¿Qué palabra querían inventar los publicistas del Santander? ¿Acaso algo que significase «la filosofía del dígito»? ¿O sin más «la ciencia de lo digital»? En el primer caso deberían haber creado la plabra «filodigitosofía», por ejemplo. También «filodigitología», o «digitofilia».
Según dicen «Digilosofía» es «utilizar la tecnología en beneficio de las personas y las empresas». Eso es «tecnomanía». Le quieren dar un barniz humanista a una aplicación de móvil, un cacharro creado para que los humanos no nos veamos la cara. Es una aplicación muy útil, sin duda. Pero han machacado la lógica linguística para promocionarla.
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