Stefan Zweig, en El mundo de ayer, lanza una defensa apasionada del derecho de las mujeres a salir de su casa liberadas de esa vestimenta victoriana, obligada en toda Europa en las clases acomodadas, consistente en capas y capas de cebolla. La madre de Zweig, cualquier mujer decente, estaba condenada a torturar su cuerpo con telas sobre telas, corsés, cuellos altos, enaguas, faldas, mil trapos diseñados para conseguir una silueta concreta, uniformada: mucho pecho, mucho culo, y nada de piernas. No se trataba de ocultar la piel o la carne y ya. Los hombros, los brazos y el canalillo se ponían en escaparates. Pero ¡las piernas! Convenía hacer ver que los hombres tenían, pero las mujeres no. Siglo XIX.
Las chicas de principios del XX, pues, soñaban con llevar pantalones en lugar de enaguas y faldas, en lugar de andar de cintura para abajo incrustadas en una especie de armario de castidad. A los pantalones los llamaban, en aquel tiempo, los inefables: los que no se podían nombrar. Con ese sobrenombre daban a los pantalones la categoría de Dios, el gran Inefable.
En latín existe inefabilitas, la incapacidad de ser nombrado. No existe el adjetivo inefable (¿inefabilis?). El verbo effor es decir. La correspondiente raíz griega para decir es fa, o fe: φημί, y la conservamos en énfasis, fático, afasia..
Eso de los inefables pantalones era hace 100 años, casi ayer. En este tiempo hemos recorrido mucho. Las mujeres se han puesto pantalones, largos y cortos. Hemos aceptado que tienen piernas. Pero siempre seguiremos creyendo en la inefabilidad e imposibilidad de alcanzar lo secreto. Siempre echaremos de menos a las sirenas. Los inefables puede que fueran los pantalones. Las verdaderas inefables eran las piernas que esa prenda prohibida tenía que acoger.