
Eduardo de la Fuente ha publicado dos novelas con poco espacio de tiempo entre una y otra. La primera era romántica, Ana y el hermano del enterrador. La segunda se ocupa de Nicolás, un psicópata, asesino en serie, El leñador bajo el cielo púrpura.
Fui a la presentación de esta novela el pasado 31 de enero en la librería Agapea de Palma. El escritor estuvo estupendo. Es un gran comunicador. Lo han invitado a menudo a presentar eventos. Habla con pausa y vocaliza bien, y le acompaña una voz de timbre agradable. Nos introdujo en su novela explicando su vieja curiosidad por el tema de los asesinos en serie, y dijo en un momento que no entendía por qué los psicópatas tenían que concentrarse en EEUU, como los ovnis. ¿Qué les han hecho en Albacete a los marcianos que nunca se dejan ver por ahí?, dijo mutatis mutandis.
O sea: nos estaba anunciando que con esta novela del leñador, Mallorca ha sido agraciada con un asesino sádico. Eduardo se ha ganado un lugar en este blog porque habló en un momento de la hibristofilia, y ya sabéis que Las raíces abiertas existe para cazar etimologías.
A ver, yo nunca había oído hablar de la hibristofilia, que es la pasión que sienten algunas personas por los asesinos, por los monstruos. Sí era obvia la raíz griega, ὕβρις, soberbia, insolencia, ultraje, violencia… el gran pecado que los dioses castigan duro. El soberbio, el insolente, está cerca del violento. Por algo se empieza. Violento en griego es ὑβριστής. En griego moderno es entre otras cosas abusador.
Alguien creó el neologismo hibristofilia para nombrar esa admiración terrible por las personas malvadas, brutales, asesinas. Para poder darle nombre, y así sentir acaso menos pavor, a la locura que padecían los fans de Charles Manson o Bonnie y Clyde.

Hasta aquí el comentario etimológico. ¿Y la novela de Eduardo de la Fuente?
En la portada se avisa de que puede herir la sensibilidad del lector. Y así es y así debe ser. Si no te sientes herido en las primeras diez páginas es que eres un poco raro.
No quiero confesar qué opino del libro, cuando he leído una cuarta parte. Os voy a ocultar si lo recomendaría con fervor o lo quemaría en una pira pública. Pero sí quiero hacer una reflexión. El cine nos ha contado mil veces historias parecidas y nos las hemos tragado, casi siempre, sin demasiados traumas. La literatura, que no ofrece imágenes visuales concretas, explícitas, sino palabras, es capaz de herirnos mil veces más. Las palabras entran en la crueldad de la violencia mucho más que las cámaras. En muy poco tiempo una frase nos puede dejar asqueados con mucha más eficacia que muchos minutos de celuloide y banda sonora. Nos puede afectar más que nos cuenten algo que ver con nuestros propios ojos cómo sucede.
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