Torrente Ballester como vilano

Leo por primera vez Quizá nos lleve el viento al infinito, novela de Gonzalo Torrente Ballester publicada en 1984, gracias a un taller que ha impartido David Torres, gran admirador del novelista gallego.
La escritura de TB es magnífica, brillante y clara y juguetona. Lírica y cómica, la más inteligente e ingeniosa que recuerdo jamás haber leído.

Ingeniosa adjetivando. «Motoristas ululantes», «vigilantes puntas de cigarrillos».

Ingeniosa describiendo: estar erguido es «la postura justa de una serpiente ofendida». «…algo escurrida de pecho, y ahora, en el suéter, le soplaban por dentro vientos gemelos y turbadores».

Ingeniosa en situaciones y diálogos:

«—…¿se habría acostado con ella?

—No, esté usted tranquila. No se me pasó por las mientes.

—Esas cosas —me replicó ella—, no pasan precisamente por las mientes.»

Esta novela es extraordinaria por su originalidad, por cómo, partiendo de una parodia de las novelas de espías y de ciencia ficción, consigue embaucarnos en un juego nada verosímil. No suspendemos la incredulidad; suspendemos, neutralizamos la credulidad, nos importa un rábano creer, queremos jugar.

Un ser fantástico, capaz de suplantar identidades a placer, anda invadiendo los cuerpos de otros hombres vinculados a una trama de espionaje. Lo amenaza, le sigue la pista una matahari que es un perfecto robot, y se enamora de Irina, agente de la KGB. Las peripecias están al servicio de un despliegue de imaginación, lenguaje delicioso y profundidades en el terreno de lo amoroso y de lo religioso, cuando una máquina humanoide grita, en el momento de expirar, el nombre de Dios.

Merece ríos de tinta la glosa de esta obra bellísima, que es como un Quijote escrito por Philip K. Dick o un Blade Runner con guión de Cervantes.

Le dijo TB a Soler Serrano en 1976 (entrevista de TVE «A fondo») que el español de Valle Inclán era mejor y «más rico» que el suyo. Era muy modesto Torrente.

En Quizá nos lleve el viento al infinito he encontrado rarezas:

Crujías. Desconocía la palabra. Son largos corredores. Un préstamo del italiano corsias. Del latín cursus, carrera.

Giga. Nada que ver con el griego grande. Es un baile antiguo, acelerado por arte del violín. Origen francés y quizá del alto alemán.

«Me debrucé« en el volante: nunca habría visto usar el verbo debruzar por darse de bruces. Es más, lo desconocía. Busqué primero debrucir en vano y por poco tiro la toalla. Bruz viene de buz, labio, boca, que es arabismo.

Iconostasio. Es el tríptico mampara que separa el altar del resto de la Iglesia, con imágenes (εἰκών, eicón, imagen + ἵστημι, hístemi, estar de pie) pintadas. Es la única derivada del griego curiosa que he localizado en la novela.

Recrestarse. Escribe TB: «…no fuera del Diablo que Paul se me recrestase ante las patatas con perejil». En gallego existe el verbo recrestar, que es descansar. No sirve esta acepción aquí. Parece aludir más a cresta. ¿Se asomase? ¿Algún gallego en la sala que nos lo aclare?

Torrente Ballester me ha parecido un portento. Había leído hace muchos años Ifigenia, buena muestra de su vocación desmitificadora. He catado La saga/fuga de JB, que espero terminar pronto. Me siento muy emparentado con Torrente, he escrito libros torrentinos sin haber leído los libros de TB. Cuando publiqué Stradivarius Rex en 2009 hubo muchas reseñas. El novelista Daniel Ruiz García vio una novela «cervantina». Otros la compararon con la película Cómo ser John Malcovich, que yo no había visto. David Torres fue el más erudito y vio la coincidencia con El vagabundo de las estrellas de Jack London, también ignorada por mí. Pero la perfecta coincidencia entre Quizá el viento… y Stradivarius Rex en su personaje protagonista, con su condición de suplantador de vidas, y con el juego que este supuesto posibilita para la alegoría de la creación literaria o la reflexión sobre la identidad, nadie la pudo señalar. Prueba de que esta obra cumbre de la novela española, injusta y lamentablemente, fue poco leída y es mal recordada hoy.

La inteligencia de TB cuaja en frases con las que nos deleita con su comprensión del mundo. Les dejo con una pequeña colección.

Conviene recordar que las causas son incontables y los efectos verdaderamente pobres.

…esa manera de llevar en alto la nariz (los poderosos) que los confunde con algunos ilusos.

Los ingleses, gracias a Shakespeare, están purgados ya de la tragedia.

Nunca puede computarse la duración de un beso.

Ninguna inteligencia es inexplicable.

Miguel Dalmau, melómano y músico, me envía comprobante de la giga irlandesa: jig. Seguro que John Ford sabía bailarla.

Una última palabra quiero comentar: vilano.

El espía superhéroe que narra y protagoniza esta aventura, también llamado el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, acaba sus días en Mallorca, es decir, hace lo que Torrente hubiese querido hacer. Mira el mar, recuerda a su amada, y anhela ser llevado, hasta el infinito, junto a ella, en forma de vilano.

No milano. Desear volar en forma de pájaro es un tópico. Torrente es más sutil, escoge esa pelusa, esa cabeza como de anémona con filamentos suaves del cardo, que se esfuma con un golpe de viento.

He buscado el origen de vilano. El Diccionario de Autoridades, tomo IV (1794) nos aclara que milano «se llama también la flor del cardo seca, que vuela por el aire. .. Otros le llaman Vilano. Latín. Pappus.«

Es inevitable deducir que los etéreos pelos del cardo tomaron el nombre de la ligereza del plumón del ave, y que luego se independizaron de su referencia, milano, con un sencillo salto de consonante.

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El oro de Gándara

El oro de Alejandro Gándara está en la última novela recién publicada, Primer amor.

En cuanto supe del tema de esta novela, me sentí interesado. El autor se ha ocupado de la historia de amor de un muchacho.

En una entrevista, María Serrano le ha preguntado:

–A sus 65 años, ¿por qué le ha interesado retrotraerse a su primer amor?

Hace tres meses también yo publicaba una novela sobre un amor de juventud. No puedo negar que estuve pensando que quizás era un tanto osado, un tanto impúdico o ridículo, arriesgado o sospechoso, recrearse en el enamoramiento a cierta edad.

Me consuela que Alejandro Gándara tampoco haya tenido «respetos».

Mis personajes, Jorge y Daniela, tienen catorce. Andrés y Brígida, los de Gándara, tienen dieciocho. Luego pasan cuarenta años y siguen teniendo dieciocho. Pero también cincuenta y ocho, y una cuenta pendiente.

Mi novela, Una heroína intergaláctica, se demora en la infancia. Primer amor se centra en la atracción, el miedo, y el dolor de un amor consumado en la cima de la adolescencia.

En cuanto empecé a leerla, me deslumbró la voz del narrador. Sabia, poética, reflexiva. La tercera persona, omnisciente, puede volar muy alto en manos de un escritor de verdad como es Gándara si además se ocupa de un tema tan fecundo como el amor.

Magnífica primera escena, demorada, extensa, del paseo del enamorado por la Ciudad antigua, por muralla y cañones, en pos de su declaración de amor. Esa derrota contra la cobardía. Deslumbrante, más adelante, la voz de Cándida, otra enamorada sin fortuna.

Me he sumergido con turbación y embeleso en la historia de un hombre que convive toda su vida con la amargura del amor extraviado. Extraordinaria disección de la congoja. Qué patente queda, gracias a obras como esta, que toda vida se resume brutalmente en la experiencia profunda del amor.

Andrés es el preferido de don Severino, un cura que, en un momento importante, le regala un libro de los trágicos griegos.

A Andrés se le da bien el griego clásico. Todos lo ven un hombre bendecido para el mundo de la palabras.

Hacia el final, Andrés visita a su amigo de la infancia, Solórzano. En su dormitorio, sobre una repisa, hay una pareja de criselefantinas. Yo nunca me había tropezado con tal cosa.

El oro de Gándara viene con marfil. Para mí solo existía una cosa con derecho a ser llamada «criselefantina»: la Atenea del Partenón. De χρὐσος (oro) y ἒλεφας (elefante y por lo tanto marfil), se compone la palabra para designar estas figuras que tienen su origen en la época clásica, y que abundaban en formato reducido, no así la descomunal estatua de la patrona ateniense. Consultado Internet, descubro que criselefantinas se llaman unas figuras de oro/bronce y marfil propias del Art Decó de los años 20 y 30 del silgo XX. Se pagan a miles de euros en el mercado del coleccionista.

Celebro los guiños a los clásicos griegos («No olvides a tus griegos», dice don Seve, pág 181) que justifican esta entrada, junto a la revelación de esas figuras deliciosas de etimología abrumadora: elefante es marfil, cómo no. Una gigantesca metonimia.

De tantas páginas magistrales de Primer Amor, selecciono una al azar.

No pude concentrarme mucho, porque enseguida empecé a preguntarme si el dolor agudo, cuando no para y no hay esperanza de que se vaya, no acaba por convertirnos en cómicos, en cómicos a pesar de todo, cómicos inesperados, espontáneos. No me parece que esté relacionado con el humor y de hecho creo que es la ausencia absoluta de humor. El humor celebra algo de la vida, el cómico es un payaso triste, sin esperanza, herido de muerte.

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Aira no tiene «paradigma»

Leo El jardinero, el escritor y el fugitivo, de César Aira, y en la página 16 encuentro:

«Ese hombre había sido un parangón de alegría».

Salto en la butaca. ¿Un parangón de alegría? ¿Qué intenta decir el narrador? Parangón es semejanza o comparación, pero parece que lo que quiere decir el escritor en esta frase es modelo, ejemplo, paradigma. El personaje del que se habla en la primera novelita del volumen, El jardinero, era un tipo feliz y de un día para otro, «se había deprimido». Aira remata el largo párrafo sobre la tristeza de ese hombre y nos la contrapone a la alegría de la que siempre había hecho gala, de la que era representante, modelo, ejemplo…lo que queráis llamarlo. Pero… ¡parangón!

Llamé a Gabriel Bertotti, mi argentino de cabecera. ¿Es que es posible que en Argentina parangón signifique ejemplo? Me confirma que no.

Aira debió usar la palabra paradigma. Se equivocó. Pero como bien sabe el alma mater de los Premios Formentor, Basilio Baltasar, los errores de una edición (erratas, léxico o sintáxis u ortografía fallidos) son siempre culpa del editor, no del autor.

Random House debió de fiarse del dominio del diccionario del último Premio Formentor de las Letras.

Pero este blog está en deuda con ese error de César Aira, pues gracias a él nos detenemos en esa rimbombante palabra mál utilizada: parangón. ¿Qué etimología tiene?

MI intuición me dijo que es una deformación de paragón. Y paragón, quizá, aventuré, era el resultado de para + agón (παρὰ ἀγών), algo así como «con lucha, con combate». Era plausible, pues no tener parangón es lo mismo que no tener rival, competidor.

Sin embargo fui a consultarlo a otras fuentes y no, no era eso. Su origen es parakone (παρακόνη), piedra pómez, piedra de afilar, piedra de toque o el verbo παρακονάω, afilar, aguzar. Según este étimo, el sinónimo de parangón no es exacamente modelo, sino filtro, molde, patrón, prueba.

La infalible web etimologias.dechile nos cuenta que los alquimistas llamaban paragon a la piedra de toque en la que se rallan los metales preciosos para poder comparar su puerza. Así que profundizamos: parangón/paragón no era metro, sino el instrumento con el que medimos y comparamos.

Usamos la expresión «sin parangon», «no tiene parangón». La evolución sería: 1. «No hay paragón que pueda demostrar que este oro es falso». 2. «No hay paragón para este oro. 3. «Este oro no tiene paragón/parangón». 4. «La metedura de pata de Aira no tiene parangón».
No hay evolución lógica para llegar a: «el jardinero era un parangón de alegría».

Equipo de piedra de toque, para conocer la pureza de un material

Aira se atreve a convertir el parangón en el primer atributo (el jardinero era un parangón de alegría) de la historia del español. Qué va, es broma. Solamente se ha equivocado. No es Homero, e incluso Homero duerme de vez en cuando.

Leí esas páginas de Aira en un avión Mallorca-Sevilla, donde me encontré con el escritor Pablo Gonz, a quien le comenté mi sorpresa por el lapsus de Aira. No pudimos parar en todo el fin de semana de reírnos a costa del gazapo, pues empezamos a utilizar en cualquier contexto indebido la palabra corrompida por Aira. Fue divertido llamar parangón a cualquier cosa. Resultó un comodín muy afortunado. Yo creo que podría cuajar en el acerbo popular, como el candelabro de Sofía Mazagatos. Decir candelabro por candelero, es un lapsus similar al de decir parangón por paradigma.

Aunque en este blog intento acallar mi faceta bufona, no he podido evitar esto:

Y tampoco estaría mal que la fama de Aira, al alcanzar las cotas de la de Mazagatos gracias a su parangón, le sirviese para llegar a millones de lectores que podrán gozar su buena literatura.

El jardinero, por cierto, no es precisamente la mejor puerta para admirarla.

-¿He sido muy travieso con esta entrada del blog?

-¡Mira que eres parangón!

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La lengua de los dioses

Hace veinticinco años escribí un largo poema en prosa, pero lo envolví en un relato y lo publicó la editorial Calima como novela. Fue mi primera publicación.

Cuento detalles en un prólogo que he escrito para la segunda edición, que sale ahora en Sloper, en la colección Hápax, de libros únicos, distintos, porque hápax en griego significa una vez.

Cuelo esta efeméride aquí porque el poema, el discurso lírico, principal interés del libro, lo articula de manera desquiciada, en trance, un viejo profesor de lenguas clásicas, y está salpicado de latinismos. Aparte de un despliegue verbal para hablar del amor, la soledad y la muerte, el canto es una reivindicación del latín. Se describen algunas clases particulares, ¡y tan particulares!, de latín, y además el poeta recurre a esta lengua para apoyar su propio delirio, sin abusar, puntualmente.

Eso le da al texto un aroma de misterio y lo solemniza, lo conecta con lo divino, porque las lenguas antiguas nos devuelven la posibilidad de hablar con los dioses.

Dejo un fragmento del libro aquí, con alguna muestra de estos guiños al latín.

LAS INGLES CELESTES, fragmento

«Estoy muerto de frío y el sol no me acompaña en mi último invierno. Estoy acatarrado, igual que el primer día que besé a Silvestra. Cuando el virus del frío se apodera de mí, siempre siento el dolor de una flecha en el vientre, ese tajo de espada en el estómago, ese filo que sube extinguiendo el calor hasta mi boca. Se multiplica el hielo, casi ya no recuerdo el pequeño carámbano que las lenguas de fuego de Silvestra dejaron en mi pecho. Casi he sentido la quemazón de antaño al escribir las líneas anteriores, al hablar de la boca, del cuerpo de mi niña. He sentido el ligero bochorno de la felicidad, pero su brevedad me ha devuelto este frío insoportable. Un segundo he creído que podría eludir el aliento del lobo, sus colmillos de hielo, que una llama pequeña empezaba a expandirse en mis huesos porosos. La ilusión. No es lo último que se pierde la ilusión, eso es lo malo. Aun sin ilusión el cuerpo sigue en pie soportando un invierno tan largo como éste. Una salvación. Rocé en una fracción de segundo, unas líneas arriba, mi salvación. Casi me salva el aceite dulce que el pezón de Silvestra untaba en mis dedos. Ay, su fuego es inmortal, pero también mi frío. Una salus victis, nullam sperare salutem. Felicissima mortis imago. No espero ya ninguna salvación, ni siquiera la única que resta a los vencidos.


«No tengo ya edad para tener paciencia. Me amilana este sol huidizo. Y tal vez mi desgracia es que no tengo a nadie que me diga que nada es para siempre, nisiquiera este invierno. A nadie que me diga, aunque me engañe, que tarde o temprano vendrá la primavera. Facilis descensus Averno.


«Cada día despierto, y es como un zarpazo que me trae a la vida, cuando yo sé muy cierto que estoy incubando un bello féretro. Y lo sé porque extraigo, cada día, en la ducha, la larva de mi muerte. Es una pelotita alojada en mi ombligo, que es azul o amarilla, depende del pijama. Mi larva es de seda, suave, no duele, ni cuando la extirpo. Y es en ese letargo en que aún las legañas reclaman las vendas de mi momia, cuando sin entenderlo abro una llave, y mi muerte se va por el desagüe. Pero un día, del grifo, caerá un chuzo cristalino que se hundirá en mi viejo pie de nazareno y hará saltar mi sangre como astillas de pino. Iré a curarme al mar, pero será un lago blanco, impenetrable. Cuando por fin me engullan las sirenas ruidosas en la espuma caliente del estío, yo ya seré un cadáver de nieve, el trofeo siniestro que se cobra un alud en la montaña.

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Los percebes de Pedro Ugarte

En quinto curso de la carrera de Filología Clásica (1989), universidad de Valencia, el profesor de Lírica latina nos animaba a traducir la oda XI del tercer libro de odas de Horacio. Por allá aparecía un protervo marito, y el hombre, que hablaba siempre como si acabase de darle uso a una petaca escondida en la americana, se repente se vio impedido para ofrecernos la traducción de protervo. Simuló que la tenía en la punta de la lengua, pero nada, que no le salía. Lo vi tan apurado que lancé mi propuesta intuitivamente:

—¿Procaz? —pregunté.
—¡Eso mismo! —exclamó—. Otras cosas no las sabrás, pero esto sí —opinó.

Aquellos versos hablaban de una muchacha como una yegua que aún desconoce por su juventud los placeres del amor y teme el contacto del ardiente marido, en traducción de Germán Salinas:

quae velut latis equa trima campis
ludit exultim metuitque tangi,
nuptiarum expers et adhuc protervo
cruda marito.

Leía el otro día la novela Los cuerpos de las nadadoras, de Pedro Ugarte, cuando me encontré con este adjetivo por primera vez en mi vida de lector en lengua castellana. El narrador del libro, Jorge, hablaba de protervos sentimientos. Salté del asiento, maravillado. Iba hacia Bilbao desde Pamplona en autobús, al encuentro del escritor. Su novela, leída veintitrés años después de publicarse, me estaba encantando. La prosa de aquel Ugarte, no sé la actual, pero aquella de inicios de los 90, era espléndida, brillaba en forma y fondo. Acabo de terminar la novela y me lo he pasado bomba.5fba9ca3f433cd1eb382b114a66679fd180a2d7a

Qué bien, me dije, me ha dado una excusa para escribir sobre ella con esos protervos sentimientos. ¿Ardientes sentimientosrecurriendo a la acepción de Salinas? Sí, funciona. Protervus puede ser también violento, impetuoso, audaz, desvergonzado. El sesgo sexual de ardiente es sugerencia del contexto. El castellano de Ugarte es bien rico.

Por si no bastase el eco horaciano, hacia el final de la novela nos deleitamos con una charla de un matrimonio, en la cama. Julia tiene ganas. Jorge no. Jorge habla, habla con intención antiafrodisíaca. Es una escena muy graciosa. Julia le dice a su marido:

—Cuando tú tienes ganas hay que aguantarlo todo y cuando las tengo yo parece que no importa: tenemos que jugar a las etimologías.

Julia lo dice porque su marido, ante sus caricias, ha empezado a comentar el nombre científico del percebe: Pollicipes cornucopia, que reúne para el rico engendro los nombres latinos del pulgar del pie, del cuerno y de la abundancia. A Jorge lo que le pasa es que le empalaga el momento: suena Sinatra al fondo, han comido marisco y bebido champán. Demasiado romántico. Julia ha estado de premio intentando convencer a su hombre. En las películas de amor nunca comen percebes, ha dicho para hacerle ver que no están en ningún momento edulcorado.

Me ha gustado mucho el humor de Pedro Ugarte, de una sutileza inimitable. El humor de esta charla, con genial paradoja y absurdo.

—Escucha, Jorge, yo no he trabajado demasiado, pero conozco a gente, a muchísima gente.
—Estoy seguro de eso, gordo —contesté—. Tú siempre has manejado dinero. Si hubieras perdido el tiempo en trabajar nunca habrías podido conseguirlo.

Esta prosa artesana y vibrante de Ugarte me ha recordado a la de David Torres. Algunos de los capítulos funcionan en sí mismos como relatos redondos, magistrales, que no necesitan del resto del libro para existir, pero que hacen de este libro una obra de especial valor.

El libro nos cuenta la vida de Jorge, saltando de mujer en mujer. El nadador de Cheever transcurre de piscina en piscina, y esta novela de Ugarte transcurre de mujer en mujer. Es de una sinceridad loable, el personaje no teme caer en una mirada burlona o escéptica sobre el sexo femenino, a riesgo de merecerse tirones de oreja de las cazadoras de machistas de hoy, la mayoría de las cuales no habían nacido cuando Pedro escribía estas páginas. Y, curiosamente, aparece alguna situación en que el mismo Jorge adivina el disgusto del colectivo feminista, aludido según la realidad de hace veinte años: «grupúsculos feministas», constatando que hubo un tiempo en que el feminismo de piel fina era algo friqui y marginal.

Me ha encantado la inteligencia, la sabiduría, el ingenio de Pedro Ugarte. Su humor y su ternura. Iré a por más.IMG_7338

En Bilbao he tenido el honor de encontrarme con él, de entrar en su despacho y de obtener dedicatorias en tres de sus libros (Los cuerpos..., Lecturas pendientes y La isla de Komodo). Le hice una foto junto al psicólogo y escritor Ernesto Maruri, otro amante de las etimologías.

Lo olvidaba. Pedro es uno de los autores que entrevisté para mi breve ensayo incluido en La mala puta. requiem por la literatura española, de 2014. Su historia de joven finalista del premio Herralde me interesaba. Los cuerpos de las nadadoras es estupendo. Una gozada.

 

 

 

 

Follar era otra cosa

1540-1.jpgRamón Buenaventura es el autor de la última traducción de «Meaulnes el grande», del francés Alain-Fournier (Alianza, 2018), un clásico de la novela de iniciación o aprendizaje, una joya, la única, que el autor nos dejó antes de morir con 28 años en la Gran Guerra.

En una de sus primeras páginas uno se topa con la expresión «follar la fragua». Primero me sobresalté por la sorpresa de leer palabra tan malsonante, pero enseguida recordé su etimología y mi única duda fue: a pesar de que es correcto, ¿alguien usa aún esta palabra en su acepción original?

Me divirtió esto, recordar que la palabra que tan vulgar nos parece en realidad nació como eufemismo, fue metáfora un día: era más exacto, para la acción de la que hablamos, utilizar «copular», «fornicar» (que también es metáfora)… Parece que desde el inicio de los tiempos, aparte de «hacer el amor» o «hacer el sexo», siempre nos hemos referido al acto sexual con metáforas: «yacer», «conocer» (en el Antiguo Testamento «conocer» varón o mujer es tener «conocimiento carnal»). Lo divertido, en fin, es recordar que una palabra tan vulgar, la expresión más cruda, grosera y desnuda que tenemos para referirnos a «hacer el amor», es una ingeniosa metáfora, un eufemismo.

He querido escribir este post con la ingenua pretensión de devolverle a la expresión española más vulgar posible, la del verbo follar, un halo de delicadeza, de poesía o ingenio verbal. Follar es usar el fuelle, es meter aire plegando un instrumento. Esta expresión ¿es machista entonces?: el follar y sacar aire a presión por el fuelle, instrumento con punta, como el pene, cosa que aviva la fragua y hace saltar chispas, es un acto exclusivo del varón. La mujer, en rigor, no folla. La mujer es el fuego que el fuelle hacer crecer; es la fragua que alberga ese fuego. En rigor, las mujeres hacen el amor, hacen el sexo, yacen, trotan, etc. pero no «follan» en el sentido etimológico del término. Son sujetos pasivos del acto de follar. Siguiendo con metáforas, la mujer podría «ordeñar», pero también el hombre. En mallorquín tenemos una palabra que se lleva la palma del machismo violento, invasivo, agresivo: barrinar. daenerys-hot-scene-kp5--510x287@abc.jpg

Uno quisiera que la palabra follar dejara de sonar tan mal, que nos sedujese su intención olvidada de ser metáfora y velo. Follar es juntar las asas y plegar las branquias de acordeón del fuelle, avivar llamas, encender. No es fácil apreciar una palabra, sin embargo, que es patrimonio del varón y relega el papel femenino en el acto.

No es menospreciar a la mujer decir que nunca ha follado y nunca follará, decir que sólo puede ser follada. Al contrario, decirlo es decir que sólo ella puede ser soplada, sacudida por un viento y con ello encendida, fuego salvaje. Es decir que sólo ella puede conocer el placer, el éxtasis, el orgasmo, consumar el acto sexual y consumirse. Así, follar sí es un eufemismo.

Hay otra posible interpretación de la adopción del papel del fuelle como metáfora del acto sexual, una explicación acústica. A las prostitutas en la antigua Grecia se las llamaba, además de pornai (πορναι), jamaitipai  (χαμαιτυπαι), porque «sacuden el suelo». El acto de usar el fuelle, o sea follar, puede que produzca un ruido de golpete rítmico o sonido de pieles chocando (el acordeón) muy parecido al de las ráfagas de la cópula. Esta interpretación es menos poética y tira por tierra la tesis anterior. Follar, ahora, ya no solo es cosa de hombres. Así, follar no es tan eufemismo.

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Una caña de pescar llamada Shakespeare

Manuela, librera exquisita que trabaja en Los Editores, librería de Madrid, me recomendó un libro de la editorial madre de este comercio que mima la editoriales pequeñas: La huerta grande. El libro es Las aguas tranquilas del Una, de Faruk Šehić, autor nacido en los 70 en Yugoslavia.

En la página 39 me he encontrado estas líneas:

Las cahipollas son conocidas como aguaflores o unavezaldías (pertenecientes a las Ephemeroptera), porque después de un año o dos, viviendo bajo el agua en forma de larvas, se convierten en insectos adultos y alados, y suben a la superficie; allí se someten a una nueva transformación, para vivir en el aire un solo día.

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Un solo día. Vidas de un día, del día. Como la leche del día. Como los diarios, que se guardan en hemerotecas. Los filólogos deberíamos tener una asociación que acosara al ministerio de sanidad, y obligara o fomentara el uso de derivadas griegas en los supermercados: Nada del «leche del día». Leche efímera.

El traductor de Sehic es Miguel Rodríguez Andreu. El libro se lee con ganas. Hay mucha biología. El autor estudió Veterinaria y pasó una infancia cerca de peces de río. Es una gozada chapotear en cada línea de esta novela con nombres de peces extraños. A falta de llegar al ecuador del libro, intuyo que se nos está contando una infancia en el paraíso (más que una infancia de paraíso, que también) para pasar al infierno de la guerra a la que llegó a ir el autor. Estupenda sorpresa la de conocer una marca de caña de pescar de nombre Shakespeare.

πτέρον es ala en griego. Ephemeroptera unes tres palabras: ἐπί + ἡμέρα + πτέρα = ser vivo alado del día, de un día.

El cuadro de Zóbel ornitóptero tiene un título tautológico, mal pensado, creado por el mismo pintor, supongo, que esto de ser artista a veces es pasarse de creativo: «pájaro alado» (ὀρνίς es pájaro). No es «máquina con alas», como alguien explica aquí.

Un poeta como Antonio Manilla sí demuestra similar sensibilidad a la de Šehić cuando titula en griego un bello poema de su libro Broza, precisamente inspirado en los insectos de otro río.

        Ephemera

Del huevo que una tarde de verano
depositó en el agua,
eludiendo el acoso de las truchas,
hoy ha nacido, mínimo y elegante,
el más hermoso insecto.

Desplegará las alas, volará
apenas unas horas, acaso conociendo
las hojas de algún chopo,
para luego buscar pareja junto al agua.
Hoy, también, morirá.

Su escueta perfección insuperable
carece de aparato digestivo,
pues nunca ha de comer,
su lugar en el mundo es ser cadena
sometida a la evolución.

Nace, se reproduce y muere
teniendo a su hermosura indiferencia:
la breve y plena vida de una efémera.

La tuya no es más larga.

Abajo: Faruk Šehić

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Publicidad chapucera

Es sabido que poca gente hay más adecuada para trabajar en publicidad que los poetas, pues ellos dominan los recursos lingüísticos perfectos para crear lemas con efecto: los juegos de palabras, la asociación sorprendente, las aliteraciones, los contrastes.

«Puleva le va»

«Eres grande, pequeño» (Publicidad del Citroen Visa 2)

Si además de poeta eres filólogo, mejor que mejor.  No hay ningún filólogo (¡espero!) en la agencia publicitaria responsable, que haya parado a tiempo la chapucera y sonrojante campaña del Banco de Santander, en la que presumen de haber inventado algo. Nada más fácil para hacer creer que has inventado algo que inventarte una palabra. Para hacer eso se echa mano del latín y el griego siempre, claro. Pero ay, hay que saber.

Esto no es saber: «Digilosofía»

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Con esta palabreja quiere presumir, este banco, de su apuesta por la tecnología, por «lo digital», o sea por una relación con sus clientes a través del teléfono móvil.

Vale, pero…¿Digilosofía? ¿Qué tiene de malo la palabra «Digitosofía»? ¿Por qué «lo» en lugar de «to»?

Esta chapuza de neologismo se debe a la ignorancia pasmosa de que las raíces de filosofía, sin duda la palabra que ha inspirado «digilosofía», son «filos» (φίλος) y «sofía» (σοφια), amigo y ciencia/sabiduría respectivamente.

¿Qué palabra querían inventar los publicistas del Santander? ¿Acaso algo que significase «la filosofía del dígito»? ¿O sin más «la ciencia de lo digital»? En el primer caso deberían haber creado la plabra «filodigitosofía», por ejemplo. También «filodigitología», o «digitofilia».

Según dicen «Digilosofía» es «utilizar la tecnología en beneficio de las personas y las empresas». Eso es «tecnomanía». Le quieren dar un barniz humanista a una aplicación de móvil, un cacharro creado para que los humanos no nos veamos la cara. Es una aplicación muy útil, sin duda. Pero han machacado la lógica linguística para promocionarla.

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