La asesina a sueldo, Ava, interpretada por Jessica Chastain en la película de Tate Taylor (2020) va ejecutando a sus víctimas con el consuelo de que «algo habrán hecho». Los tipos que elimina suelen ser hombres y a todos el rostro les rezuma felicidad, pues han triunfado en la vida. Matizo: han triunfado en lo económico. Ava sabe que tanta felicidad es frágil, efímera. Ahí está ella para acercarse, bellísima, irresistible, y mirar en sus ojos cómo toda su seguridad y satisfacción se truecan en miedo ante su inesperado final.
En dos momentos de la película Ava dice, más o menos: «Creso dijo que nadie debe ser considerado feliz hasta que haya muerto». Una cita muy oportuna en el contexto de unas vidas aparentemente felices e inesperadamente truncadas. La cita de Ava avisa de que no puedes creerte feliz hasta que has culminado tu vida y te has muerto feliz. Creerte feliz a los cuarenta o los cincuenta, cuando vas a morir a manos de una asesina, es de una ingenuidad antigua. Una cita muy oportuna pero mal hecha, porque Creso no dijo eso.
Lo dijo Solón. El sabio era Solón. Creso, rey de Lidia, era el triunfador, el poderoso, el rico. Recibió a Solón en su palacio, le enseñó sus tesoros y le preguntó quién era el hombre más feliz que había visto en su vida, seguro de que le diría: tú, Creso, tú. No hubo manera. Se lo preguntó una y otra vez: ¿y el segundo más feliz? ¿Y el tercero?
El guionista de Ava, Mathew Newton, se fio de su mala memoria o fue a beber en fuentes corrompidas. En su primer libro de Historia Heródoto nos cuenta esa anécdota. Por otra parte, la máxima que une felicidad y muerte se convierte en un tópico que también aprovecha Sófocles en Edipo rey.
En otra película, Shutter Island (2010), un médico alemán (Max Von Sydow) le explica al policía interpretado por Di Caprio que en griego «trauma» (τραὐμα) significa herida, pero en alemán «trauma» significa «sueño». Con esta asociación parece querer bendecir freudianamente, la huella de las heridas en los sueños, el valor del sueño como escondite de la herida. Sin embargo, ¿el «traum» alemán viene del griego? No. Viene del alemán antiguo «troum». El «Traum» alemán no está asociado en esta lengua ni en sus raíces con ninguna idea de «herida», lo mismo que su pariente inglesa «dream». Me lo confirma Ramón Aguiló Obrador, alemán de adopción.
En alemán coexisten «Traum», sueño, y «Trauma», trauma, la palabra griega.
En 1987 Luis Mateo Díez publicó un relato titulado El sueño y la herida en la colección Textos tímidos de Almarabu. Es la historia de un librero de hace siglos a cuyas manos llega un libro que encierra secretos de alquimia. Aquel raro ejemplar le era conocido, había soñado con él años atrás, de joven; un ángel le profetizaba el día en que vería en el libro soñado «lo que nadie puede ver». El relato concluye con el joven herido de muerte, por ir en pos del milagro que escondía el libro. No tengo claro que Nicolás, el librero, se considere feliz en su último aliento.
En la última novela de Andrés Ibáñez, Nunca preguntes su nombre a un pájaro (Galaxia Gutenberg, 2020), dos personajes dialogan en una sauna sobre dioses y la psique. Hablan un escritor y su cuñada, así que estas páginas alcanzan un clima erótico especial. No olvidemos que estamos en una sauna, desnudos, sudando, purificándonos, y que además somos cuñados, estamos prohibidos el uno para el otro.
He leído en alguna parte a Andrés Ibáñez comentar que siempre le sorprende el poco erotismo que hay en la literatura. En mis novelas hay bastante, aunque no tanto como yo querría. No sé, ahora, pensándolo, creo que uno siempre tiene cierto miedo a escribir escenas eróticas – miedo a hacer el ridículo, quizá.
A mí el erotismo de esta novela me ha parecido delicado, ejemplar. Nada ridículo. Hay que ser muy bueno para llevar a los lectores hasta las sensaciones de la piel y la rendición de la mente sin que se enteren.
Pero no quería comentar este aspecto, en realidad, sino destacar una palabra que aparece en la charla en la sauna. Unas páginas antes, dice Horst, el escritor protagonista:
Todo eso que hemos aprendido como «mitología», lo que para los griegos era religión, la creencia en dioses externos a nosotros, es en realidad psicología, figuras y personajes de nuestra alma…
(Está explicando a la analista junguiana Jean Shinoda Bolen, dice el mismo Horst).
Estamos en la sauna, podríamos estar pensando en que estamos desnudos, cerca, solos, y en que nuestros dedos podrían tener vida propia y acercarse para tocar el cuerpo del otro. Pero no, hablamos de temas serios, tan serios como las cosas más terribles de mi corazón, dice Horst.
Sigue la charla:
— … estoy seguro de que en tu corazón, por ejemplo, no hay lugar para las cosas horribles. —¿Tú crees? —dice ella—. Eso no lo sabes. —Estoy convencido. —Nadie puede conocer el corazón de otro. —Eso es cierto. Una pausa. —¿Qué tal un poco de vapor? —dice Eva. —Kydos a eso. —Kydos. He oído esa palabra otras veces, ¿qué significa? —Significa «fama» en griego. «Gloria». «Alabanza».
Kydos, mejor que kudos, en griego κῦδος, en efecto es honra, gloria, fama. El mismo Horst explica a su cuñada Eva (y a lector) que en inglés la expresión griega se usa desde al menos el siglo XVIII para felicitar por algo, celebrar algo. Andrés Ibáñez ha situado la acción de esta novela en las montañas del norte del estado de Nueva York.
Curioso que en inglés se utilice una palabra del griego clásico para decir ¡bravo!, ¡brindo!
La novela, de la que poco he contado, no es erótica, por cierto. Es una novela de terror que plantea un debate moral y filosófico de calado, donde seres mitológicos se materializan para hacernos dudar de su consistencia real. Son materiales pero atraviesan paredes. Causan daño como humanos cualesquiera pero son invulnerables como dioses. La fábula nos expone la posibilidad de que la alabanza, la gloria pública, se cobren una terrible factura. Una estupenda novela de acción y reflexión que he leído con enorme deleite.
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Leía hace unos días un libro delicioso y muy brillante que recomiendo, obra de un hombre de cultura apabullante (reconocida ya por varios prestigiosos premios). Se trata de W. G. Sebald en el corazón de Europa, de Cristian Crusat (Wunderkammer, 2020).
Crusat ensaya un recorrido muy interesante de la mano de la obra originalísima del autor de Los anillos de Saturno, un canto casi fúnebre a un mundo de ayer que quizá no es tan distinto, en el fondo, al de hoy. La capacidad de análisis y la audacia del pensamiento del autor ha de fascinar a los lectores de Sebald y lanza, a los que lo tenemos pendiente, directamente a zambullirnos en su obra, seducidos por su ética de la contención y la pequeñez.
Cristian Crusat
Crusat nos describe en el libro una genialidad de Larry David, quien en su serie Curb your enthusiasm muestra una escena demoledora sobre la incapacidad de los ojos contemporáneos para ver el sufrimiento de las generaciones precedentes.
En otro momento nos recuerda la Antígona de Jean Anouilh, y un dato histórico: entre un tercio y un cuarto de millón de hombres quedaron sin sepultar entre las trincheras de Verdún.
Si intentamos encajar ese cuerpo insepulto en las figura de Polinices y Eteocles, los hermanos de Antígona, nos falla el planteamiento de la tragedia. Crusat cita a Steiner: los cuerpos insepultos pronto quedan reducidos a una papilla indistinta.
En clase les leí a mis alumnos esas páginas, y luego nos pusimos a leer el principio de la Antígona de Sófocles. Nos detuvimos aquí:
No es conveniente perseguir desde el principio lo imposible, tradujo Assela Alamillo para Gredos en 1992.
Propuse a mis alumnos que tradujéramos de otro modo y dimos con esto:
No conviene empezar por ir tras lo inútil
Aunque jugamos a traducir θηρᾶν por su acepción más básica, así: cazar lo imposible, lo sin remedio. Solo se puede cazar lo que se persigue. Para cazar hay que correr, ir tras la presa. No merece ser llamada caza la actividad que se cobra una pieza si el cazador está quieto, escondido, apostado traicioneramente como un verdugo.
Les dije a mis alumnos: —Recordad esta frase de Ismene, la hermana sensata, temerosa, y dentro de treinta años, decídsela a algún hijo vuestro, así, en griego, y acordaos de mí que estaré criando malvas. Gloria terció: pero no hay nada imposible. Entonces, les dije, recitad ese consejo o su contrario según os convenga. Unas veces será útil uno, otras otro. No les dije la verdad: que no se trataba de acertar algún día en el maternal consejo, sino de acordarse de su sentimental profesor.
Añadí: —Haced como Groucho, que dijo Estos son mis principios, si no les gustan, tengo otros.
Y entonces me di cuenta de que ninguno de mis once alumnos sabía quiénes son los hermanos Marx, y entendí que antes de llegar a Sófocles, incluso antes de pasearlos por la Europa de Sebald, tendría que darles a probar la sopa de ganso.
La novela Animales feroces, de Manuela Buriel (editada por Aristas Martínez este 2020), está protagonizada por un adolescente llamado Arcas. Arcas, Ἀρκάς, es el nombre de un personaje mitológico poco conocido: el hijo de la unión de Zeus con la cazadora Calisto, la que fue convertida en osa y luego en la constelación Osa Mayor. Arcas dio nombre al pueblo de los Arcadios. Arcadia es sinónimo de tierra de felicidad y paz, por mérito de Virgilio y sus Églogas allí ambientadas.
La raíz de Arcas es ἀρχ-, con el significado básico de empezar, ser el primero, dirigir o gobernar. Tenemos muchas palabras en castellano con esta raíz en su acepción de antiguo (por primero). Curiosamente el arca de la Alianza, por antigua que sea, no debe su nombre a esta raíz griega sino a la voz latina arca, caja, (verbo arcere, de origen indoeuropeo, contener).
La mayoría de los nombres de Animales feroces son exóticos. Por ejemplo Tengu, también llamada Mei, el personaje fascinante (en un principio) con que nos topamos pronto y que introduce al narrador protagonista, Arcas, en la aventura. El conserje del colegio se llama Enomao. Dos botones de muestra en esta historia situada en escenarios sin nombre propio: el Pueblo, la Ciudad, la Capital.
Tengo sentimientos encontrados sobre la novela de Manuela Buriel, pseudónimo último del autor esquivo que se ha escondido antes en el de Colectivo Juan de Madre y a quien le publiqué en Sloper en 2011 la novela El libro de los vivos, obra que Buriel cita en Animales Feroces (página 41) como La casa de la cura de almas. Este autor me maravilla. Su New Mynd me dejó boquiabierto. Reivindiqué un prestigio y una presencia mediática máxima para Colectivo Juan de Madre en La mala puta (2014). En Animales feroces he vuelto a toparme con momentos de una belleza turbadora, imágenes tan feéricas como el pubis de una adolescente que se baja las bragas y queda velado por el desprendimiento de unas plumas de pájaro. La mezcla de virginidad angelical y de erotismo que se consigue así, provoca un feliz cortocircuito.
Hay frecuentes hallazgos poéticos bien insertados en esta narración de sesgo político-antropológico. Por situarnos, Arcas, su amiga extravagante Tengu y dos jóvenes más forman una especie de secta política, las Tetramorfas, idealista y de discurso anarquista y marxista, que pone en marcha dos procesos: el renacimiento de Arcas en la forma del animal que en verdad estaba llamado a ser, una hiena (junto a la zoologización de sus hermanos), por un lado, y por otro las acciones políticas terroristas con que estos revolucionarios quieren demostrar al mundo dirigente, representado en un colegio de niños ricos, que las cosas van a cambiar.
Por su acertada estructura narrativa (capítulos dedicados a la conversación de Arcas con su abuela muerta Lucero, capítulos-epístolas a su amigo Simón Pedro, que estudia en la Capital) y por su atmósfera fantástica, el libro es una gozada, un producto de una inteligencia indiscutible. Entonces, ¿qué problema le veo? El problema no lo veo tanto en la obra como en mí ante la obra. Admirador de esta mente creadora, me sorprendo perplejo ante el discurso político de los héroes de la novela, ante unas ideas torpes y unos razonamientos ridículos, tanto que la primera impresión invita a tomarse este relato como una caricatura del idealismo juvenil, una parodia de toda revolución proletaria. Pero el subtítulo de la novela no es «una fábula anticomunista». El libro avanza y queda la sensación de que Buriel no se ha propuesto tal parodia: cierto que no hay por qué identificar el pensamiento de Buriel con el de las Tetramorfas, sin embargo hay una exaltación clara de todo el proceso que aúna las metamorfosis fascinantes de los cuerpos (revolucionarios y revolucionados) y las ideas que sustentan, impulsan y explican estas metamorfosis.
El autor de «Animales feroces» es autórfugo y sexófugo.
¿Qué ideas? La teoría original que alimenta la revolución de las Tetramorfas y su metamorfosis en animales (uno en hiena, otra en pájaro etc.) es que hay que descubrir al animal feroz que estábamos todos destinados a ser, el animal amordazado por milenios de tradición y cultura, es decir de Civilización, es decir, de Humanidad. El animal feroz, «la revuelta animal» instaurará el verdadero orden natural, invertirá la escala del poder, liberará a los oprimidos de siempre y ajustará las cuentas a los dirigentes. Desde nuestra gestación, según la revelación que ilumina a las Tetramorfas, «nos vencen, moldeándonos a imagen y semejanza del Hombre, pero con el espíritu apaciguado de los esclavos». Nuestros padres, «animales desdentados», utilizan «el arma del Hombre» por una «inercia histórica a la que debemos poner fin». Esta arma consiste en ocultar a los hijos su naturaleza o «médula» animal.
Buriel, tal vez, ha querido retratar el entusiasmo feroz y radical de tantos adolescentes que se deslumbran, en su bisoñez, con ideas que cuestionan la decencia del mundo. la realidad que descubren al salir del huevo. Lo hace con tal belleza y esfuerzo poético y a la vez filosófico que quisiéramos ser seducidos por la misma causa que Arcas y sus amigos. Sin embargo, tras el deslumbramiento de esta impactante teoría antropológica, que explica cómo venimos al mundo y cómo la Cultura del Hombre nos hurta el cordón umbilical y nos esclaviza, se hace evidente la contradicción: solo se puede pergeñar una explicación antropológica porque somos hombres, no animales, incluso si lo que queremos propugnar es una reivindicación zoológica.
Es fácil sintonizar con toda apología de la Naturaleza, pero aquí la naturaleza solo es una parte de la empanada, nunca mejor dicho cuando hablamos de creencias adolescentes. En ésta encontramos también situaciones que muestran cómo es propio de la radicalidad ideológica caer en el error/terror de justificar los medios por un fin. Página 182:
Ahora ampliaremos nuestro plan de vigilancia a esas humanas ricas y apestosas. Averiguaremos dónde viven, quiénes son sus vecinos, sus quehaceres diarios, los caminos que transitan. A qué hora y dónde se quedan solas cuando cae la noche..
Así habla Arcas, y uno se ha de preguntar dos cosas: ¿es esto una obvia sátira del terror de un régimen que fue capaz de instituir la Stasi en la RDA, además de las SS de Hitler? (¿Nos imaginamos a alguien colocando hoy a su novela la coletilla «una fábula fascista»?) ¿No será todo esto, en el fondo, una manera genial de contarnos una sencilla historia de celos y envidias de instituto?
La novela tiene muchas vetas por las que discurrir. La figura del tutor de Arcas, por ejemplo, que es un trasunto del propio Juan de Madre/Buriel, ofrece un juego delicioso. Me envanezco yo mismo de haber merecido una página, debidamente camuflado, como novelista, la 106, en la que se comenta el capítulo 13 de Stradivarius rex. (No podía saber Buriel, por cierto, que lo que conté en esas páginas sí es un caso real, contra lo que afirma el tutor de Arcas).
Acabo. El mayor reparo que encuentro para el discurso zoológico de la novela lo concentro en una excusa que aparece en la última página del libro. Dice Arcas:
Buriel crea una potentísima imagen de la crianza humana, una teoría muy especial sobre el destino de nuestro cordón umbilical.
…en un tiempo muy breve comandarás ejércitos salvajes, animalescos, de seres inhumanos, para alcanzar la anarquía más acogedora y despiadada.
¿Por qué la sociedad humana, si es despiadada y alberga diferencias sociales, merece ser alterada con una revolución, y en cambio la anarquía animal despiadada es una utopía deseable?
Pero además, ¿qué tiene de anárquica la Naturaleza, el reino animal? Despiadado sí es. Seguro que Arcas/Buriel ha oído hablar de las terribles peleas de gatos, por no irnos a marcos muy lejanos. Y también habrá oído hablar de los machos alfas, del rey de la selva. No hay anarquía en el reino animal. Hay monarquía. Hay esclavitud. Qué raro que Arca, cuyo nombre significa Poder, Mando, Gobierno (además de Secreto si cambiamos de raíz), invoque la anarquía que le niega.
No he podido evitar comentar en el plano de las ideas una novela ante la que me postro con admiración infinita en el plano del arte, de la inventiva narrativa, del poder poético de sus hallazgos. Animales feroces es una lectura apasionante y estimulante. Bella, inquietante, te cortocircuita estéticamente y te mete en el cuerpo ese miedo al desastre, como la película The joker. La recomiendo con fervor.
Ando leyendo El Quijote, que es una fiesta del lenguaje. Pocos libros tan voluminosos se leen con tanta fluidez. Pocas novelas ofrecen un hilo de diálogos tan prolijo y ligero a la vez. Volver al castellano de Cervantes en El Quijote tiene algo de desenterrar un léxico hoy perdido o en desuso, pero comprensible por analogía o etimología.
Marcela, personaje de El Quijote. Xilografía de El Quijote de Montaner y Simón editores, 1880.
Por analogía: uno encuentra una expresión como «lo brumó», con el sentido de «lo molió a palos», y disfruta con el descubrimiento de un verbo, brumar, que nadie hoy recuerda, pero cuya raíz conservamos en abrumado/a, adjetivo que ahora entendemos por agobiado, algo más suave que apaleado.
Por etimología: es una gozada encontrar palabras como agible o arbitrante, que no se leen con perplejidad cuando uno ha tenido el suficiente contacto con el latín. La primera significa factible (de ago) y la segunda juez o juzgador (del verbo arbitror).
En el castellano de Cervantes encontramos léxico compartido con el catalán de nuestro tiempo, que el castellano actual ha olvidado. ¿Alguien utiliza hoy frazada, por manta? Flassada, en catalán. (Me apunta el escritor Gabriel Bertotti que en Argentina nadie dice manta. Más afortunado es el ejemplo de la expresión que encuentro en la página 636 de la edición efeméride de Alfaguara de 2005: «un mes arreo», dice Sancho. Arreo como adjetivo/adverbio, con en sentido de seguido, sin interrupción. ¿Sobrevive esta palabra en el castellano post-Cervantes? Es la primera vez que yo la veo, sin embargo es fácil ver que se trata de la palabra catalana arreu, según la RAE robada por el castellano del XVI y de origen gótico).
El Quijote ha hecho correr muchos ríos de tinta y con razón, pues fue una genialidad inopinada por su propio autor. Me parece a mí. Ahora que lo releo después de treinta y cinco años, lo disfruto un 1000% más que la primera vez. Me embelesa el discurso de la bella Marcela, poniendo en su sitio a sus pretendientes desorientados, con el juicio nublado, cerriles ante lo que les parece una impiedad: que la belleza permanezca virgen, que no se entregue a sus admiradores.
Me seduce, como a todos desde siempre, el debate que se plantea por debajo de la comicidad aparente. Ahora se usa entre los jóvenes la expresión «virgen de la vida», algo burlesca, que indica que uno es algo ingenuo, naif, inexperto. Don Quijote, en un perfil simplificado, es un idealista, un romántico, un soñador. Todos los personajes en el libro, menos Sancho, tienen por locura la propuesta de Alonso Quijano de «resucitar la caballería andante». Yo no tengo tan claro que en el pecho de Cervantes no ardiera una burla de los burladores: que con la historia de este hombre chalado no estuviese lamentando la muerte de las quimeras. No exactamente las quimeras de Don Quijote, pero sí un mundo de sueños imposibles, más noble, sin duda extinguido como las armas de fuego extinguieron la nobleza de los combates singulares, la luz santa de las armas blancas. No tengo tan claro que Don Quijote no sea un pionero del anarquismo, un iluminado, un nuevo Jesús cuyo reino no es de este mundo, que libera a los galeotes encadenados aplicando una ley naif, virgen, suicida, irreal, que acaso jamás tuvo lugar en la historia, sólo en las fábulas milesias, imposibles, que fueron los libros de caballerías.
Una de las palabras que he escogido para comentar aquí es endriago. En el mundo real no existen endriagos, monstruos –según leo por ahí, y hasta la RAE le da pábulo con un «quizá»– con algo de hidra, algo de dragón (es redundante, pues la hidra de Lerna ya es dragón), algo de hombre. El primer endriago conocido recibe nombre y cuerpo en Amadís de Gaula, novela de caballería de cabecera de Don Quijote. En este Endriago de una litografía de 1838 no se ve la hidra por ninguna parte. Tiene cara de gárgola demoníaca del románico.
Así describe al endriago Garci Rodríguez de Montalvo, autor de Amadís de Gaula:
Tenía el cuerpo y el rostro cubierto de pelo, y encima había conchas sobrepuestas unas sobre otras, tan fuertes que ninguna arma las podía pasar, y las piernas y pies eran muy recios y gruesos, y encima de los hombros había alas tan grandes que hasta los pies le cubrían, y no de péndolas, más de un cuero negro como la pez luciente, velloso, tan fuerte que ninguna arma la podía empecer, con las cuales se cubría como lo hiciese un hombre con un escudo, y debajo de ellas le salían brazos muy fuertes así como de león, todos cubiertos de conchas más menudas que las del cuerpo, y las manos había de hechura de águila con cinco dedos, y las uñas tan fuertes y tan grandes que en el mundo podía ser cosa tan fuerte que entre ellas entrase que luego no fuese desecha. Dientes tenía dos en cada una de las quijadas, tan fuertes y tan largos que de la boca un codo le salían. Y los ojos grandes y redondos muy bermejos como brasa,s así que muy lueñe, siendo de noche, eran vistos y todas las gentes huían de él.
En resumen: peludo con conchas, con alas enormes (no las alitas de murciélago de la imagen) y vellosas, brazos/patas de león, zarpas de águila. Lo de los dientes es complicado imaginarlo, y no hay más datos sobre su rostro que el de ser velludo. No vemos hidra en esta descripción, sino más bien grifo: brazos de león con zarpas de águila, con alas de dragón en lugar de alas de ave (o sea alas con péndolas, de pennula, diminutivo de penna, pluma).
Por eso propongo desde aquí rehacer la etimología y descripción que encuentro en la red de este pobre bicho (fruto de un incesto del gigante Bandaguido): Endriago tiene piernas de hombre, brazos de grifo y alas de dragón. Como Endriago es el nombre propio de la criatura, y es obra del autor del Amadís, no procede proponer una explicación de una evolución etimológica, pero en todo caso Garci Rodríguez de Montalvo pudo deformar una única raíz: draco (latín) o drago. No hace falta buscarle un grifo. Y nada de hidra, ni en el verbo ni en la carne.
Entonces Don Quijote espera a su endriago, algún ejemplar de esta nueva raza de monstruos nacida con Amadís.
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Quería dedicar una entrada a la palabra electricidad. La razón es que en el listado de raíces griegas que cada año paso a mis alumnos de 2º de bachillerato, aparece ἤλεκτρον, palabra que los estudiantes en seguida ven que da origen a la española (y universal) «electricidad». Sin embargo, ἤλεκτρον significa ámbar. De buenas a primeras, ¿Qué tiene que ver el ámbar con la electricidad?
No es vox populi, desde luego. La tentación es intuir y proponer. ¿Quizá el ámbar es un aislante, o al revés, un cuerpo «corriente», «que conduce electricidad»? ¿O es que la genera? No, que se sepa.
La web que prefiero, por completa, para consultas de etimología, al parecer chilena, da cuenta de la raíz griega de electricidad, pero no explica la razón. Vean.
Tengo un amigo obseso de la etimologías, el psicólogo Ernesto Maruri. Tuve el placer de comer con él en Pamplona a primeros de marzo y le comenté esta laguna. No tardó ni ocho horas en enviarme unas fotos tomadas a su apreciado Diccionario de Etimologías heredado, obra de Roque Barcia, el primer diccionario general etimológico de la lengua española, de 1880.
En esas fotos venía la explicación ansiada. Ya los griegos antiguos, explica el diccionario, observaron en el ámbar una extraña propiedad: atraía o repelía otros cuerpos. La traducción radical de «electricidad» sería «ambarinidad»; es decir, el fenómeno natural conocido como electricidad, que por otra parte no es exclusivo del ámbar, en cambio sí fue descubierto por primera vez en al ámbar. De ahí que fuera el ámbar griego, el ἤλεκτρον, el material que le dio nombre.
Por otra parte, el conocido electrón, en Física, que es tal cual la transcripción de ἤλεκτρον, partícula subatómica con una carga eléctrica elemental negativa, es decir, se ha quedado con la función repelente del ámbar, la que colisiona, no la que atrae.
Teniendo en cuenta que el ámbar es una piedra semipreciosa, hay que reconocer que el libro que nos ha revelado su papel en la historia de la ciencia, el Roque Barcia, lo supera: es una obra ultrapreciosa. La palabra ámbar, por cierto, es árabe y daba nombre al precioso ámbar gris, esa secreción del cachalote que se usa desde antiguo en perfumería. En El Quijote, Sancho Panza dice de Don Fernando, el hombre que le ha quitado la novia a Cardenio, que «huele a ámbar», así que vemos hasta qué punto el ámbar gris era una sustancia usada en perfumería: su nombre, tal cual, ámbar, era sinónimo de «perfume», en tiempos de Cervantes.
Gabriel Bertotti ha publicado un libro sobre cine y lo ha titulado Margen cínico (Món llibres, 2019).
Cínico viene de la raíz griega perro, κυν-ὀς, y se usó primero para aquellos filósofos que tenían a gala vivir como perros, sin posesiones y ladrando. Diógenes y CIA.
Bertotti es cinéfilo y no sé si cínico, de los de antes o de los de ahora, y le ha dado la gana hacer un uso desplazado de ese cínico: formalmente proveniente de la raíz mencionada (perro) pero gamberramente atada por su significado al origen cine, del griego κίνησις, movimiento. Hay que recordar que cine es la abreviatura de cinematógrafo: el movimiento escrito. Lo correcto o esperable era «Margen cinéfilo», o cineasta, cinemaníaco, o cinematográfico… Pero quién quiere ser correcto.
Dos páginas del libro: imagen de Nastasia Kinski en «París, Texas» de Wim Wenders, procesada por el fotógrafo Gabriel Bertotti.
El libro de Bertotti me parece una maravilla, una verdadera fiesta. Contiene mucha información que ilustrará a los poco o medio cinéfilos, pero más allá de los datos es una valiosa pieza literaria. Me parecen perturbadoras aparte de originales las reseñas ¡en verso! de películas como Centauros del desierto y París, Texas. Estremecedoras y lúcidas las divagaciones a raíz de Déjame entrar o de Logan.
Cómo no admirar a un escritor que, gracias a Logan y su eutanasia, nos deja esto:
Un padre se transforma en maestro de sus hijos cuando les enseña a morir con su propia muerte. (Pag. 108).
En mi libro de poemas Los trofeos efímeros (Sloper, 2014), dediqué piezas a películas: El hombre que mató a Liberty Valance, El hombre elefante y La versión de Browning. Así que me he sentido muy cercano en estética y temática a lo que ha hecho Bertotti, pero lo suyo me parece más audaz porque no es la típica pieza poética que se inspira en películas y cuenta de otro modo una escena. Bertotti hace un poema que funciona como reseña y el hecho de que se nos presente en verso está justificado: hay una ambición de belleza que había que subrayar. A veces el poema no es reseña sino regalo biográfico en el que el cine es telón de fondo. Es la vida del autor el tema principal y la película, la sala de proyección, el escenario provisional de un momento eterno.
Me he reído mucho con las entrevistas geniales, inventadas, hechas a John Ford, Howard Hawks, John Huston… Con el homenaje a Tarantino en forma de guión de una escena de otra Pulp Fiction. Deliciosa la reflexión sobre las nínfulas que el arte del siglo XXI ya no podrá alumbrar, a propósito de Manhattan de Woody Allen.
El libro contiene fotos en B/N del mismo Gabriel Bertotti, estupendas. La portada aparentemente es poco afortunada. Hay quizá mejores fotos en el interior, pero tras mucho mirarla encuentro una luz entre los dedos de ese pie que ya no sé si es luz o llaga o una inquietante invasión de… pero esperen, cojo el libro y lo alejo lo máximo de mi rostro y ¡justo ahora lo descubro! Algodón entre los dedos. Quiero creer que el autor a robado un fotograma de Lolita de Kubrick.
El libro se erige en prescripción apasionada de las películas que no podemos no haber visto o no ver cuanto antes. Despierta hambre en quienes buscan buen cine, sobre todo clásico (aunque Dios lo bendiga, también ama Endgame, Star Wars y hasta Torrente). Yo creo que ha de maravillar a quienes, como él, ya saben mucho de cine, ya han visto lo que hay que haber visto.
Yo he aprendido mucho. ¿Será verdad que Lowry murió tocando el ukelele?
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Ben Clark es un estupendo poeta joven que tiene una extensa y madura obra ya publicada y premiada: premio Hiperión, premio Ciudad de Palma, premio Loewe y otros. Su último libro es Armisticio (editorial Sloper). Daniel Escandell ha hecho objeto de un estudio un fenómeno que afectó a Ben y lo ha publicado: Y eso es algo terrible (Delirio) explica cómo un breve poema del libro de Ben La mezcla confusa se hizo viral, circuló y sigue circulando en Internet desposeído de su autoría, atribuido a cualquiera, incluyendo en esos cualesquiera a Benedetti.
El libro de Escandell se luce analizando los nuevos medios digitales y su relación con la escritura. En cierto momento ofrece una teoría sobre los rasgos del buen poema viral, y cita a Diego Álvarez: «si necesitas viralidad y repercusión, sé cursi e infantiloide».
LA APARIENCIA
¡Infantiloide! No infantil, infantiloide. Lo infantiloide es lo infantil dirigido a consumidores que han superado la infancia, al menos por edad y en teoría. Lo infantil es respetable. Podemos generar productos infantiles dirigidos a niños, y sería tonto cuestionar su bondad. Lo patético es producir arte que por su escasa ambición y elaboración, por su obviedad o por sus tópicos, no debería ser dirigido a un público que haya superado los 13 años. (El poema viral de Ben no es cursi ni infantiloide, que quede claro).
La raíz griega «oide», eidos, εἴδος, apariencia, forma, entra en la composición de palabras tan conocidas como androide, humanoide, asteroide. Un androide es algo con forma de hombre, una especie de hombre. εἴδος es pariente del verbo «eido», ver, y su forma de perfecto es «oida», yo sé (pues he visto). Así entendemos que saber no es precisamente conocer la verdad sino su apariencia.
(Por cierto, ¿qué rayos es un droide, invento del universo Star Wars? No es otra cosa que un androide, pero en un afán de ser original se le ha amputado a su nombre la mitad de la raíz «andro», hombre. Un caso más de uso ignorante de las raíces griegas, como en «Digilosofía«. Puestos a cortar, si hay que ser guais y vagos, mejor hubiese sido llamar a esos robots de Lucasfilm andros u oides).
Algo infantiloide es una especie de cosa infantil, dirigida a unos infatoides, es decir, una especie de niños, que son sus consumidores maduritos impresionables.
LAURA ALBERT, UNA GENIA
Pero el libro de Escandell hurga en un tema apasionante y en el que curiosamente he estado metido como consumidor justo estos días: la usurpación, la impostura, la independencia de la obra de su creador…¿Por qué coger unos versos y despojarlos de su autoría para compartirlos en las redes? ¿O por qué atribuir a nombres consagrados textos cursis e infumables? La segunda pregunta es de clara respuesta: algunos creen darle respetabilidad a su sermón si en su colofón plantan un García Márquez, un Gala o un Borges. La primera pregunta es más complicada. Pero me hace pensar en la increíble historia de Laura Albert, que me tiene fascinado.
Laura Albert y su novio, la escritora en la sombra
La historia de Laura Albert es la historia de JT Leroy. Me maravilla Vertigo de Hitchcock porque reinterpreta los mitos griegos de Orfeo o Pigmalión: la lucha por resucitar a una muerta, la creación de una obra de arte y su salto a la vida. Laura Albert, en el impresionante documental La mentira de JT Leroy, confiesa que se sintió como el doctor Frankenstein (un Prometeo, un Pigmalión) cuando dio cuerpo, piernas, pelo, brazos, ojos, aunque los ocultase con pelucas y gafas de sol, a su criatura JT Leroy, utilizando a su cuñada Savannah Knoop.
El meollo del mayor fraude de la historia editorial fue este: Laura creía que sus libros nunca hubiesen salido a la luz si su agente literario, su editor, sus padrinos, la hubiesen visto tal como era. Inventó una personalidad, y luego sus libros. La vida turbulenta de Laura ya era lo bastante impactante como para que un psicólogo, un escritor de prestigio, un editor (los primeros fans de JT Leroy) valorasen el perfil de aquella autora. Pero el adolescente de sexo ambiguo, con sida, hijo de una prostituta de camioneros, JT, su creación y su salvación (era la pantalla que había usado para poder tener comunicación y tratamiento psicológico) tenía más puntos para triunfar. ¿Se equivocaba?
Sarah, o El corazón es mentiroso, los best-sellers de JT Leroy, salieron al mundo como obra de un jovencito frágil que las había pasado putas y que nadie había visto jamás. Hubo un momento en que, antes de publicar Sarah, Laura pudo plantearse confesar la verdad. Decirle al editor:
—Mira, no tengo 18 años sino 36, no soy chico sino chica, no soy hija de una puta que me tuvo con catorce años y no tengo sida. Pero fui una niña abusada en casa y acosada en el colegio, mis padres me metieron en una casa de acogida, de niña torturaba a mis Barbies, atiendo una línea erótica con mi novio, me quiero suicidar y peso 145 kilos.
JT Leroy (el títere) y Bono (U2)
Esto sucedía en San Francisco, la ciudad de Vértigo. Supongo que Laura necesitaba a JT Leroy. Que su creación y los textos que esa criatura supuestamente escribía se publicasen y triunfase, no estaba en el plan. Y cuando se presentó la ocasión fue demasiado tentador para ella. Su armadura había cobrado vida propia. No podía renunciar a ella. Había creado a un escritor viral que volvió loca a la prensa, que enamoró a rebaños de famosos… ¿Habría vuelto loco a Bono la Laura Albert de la primera foto?
La personalidad de Laura Albert es fascinante. A la espera de zambullirme en su obra, he leído el libro Chica, chico, chica, de Savannah Knoop, la marioneta, donde cuenta recuerdos de seis años de farsa. Sumamente interesante tras ver el documental. Allí se lee:
—Yo sabía que tenía talento. Cuando los profesores no miraban, siempre hacía que mis compañeros de clase se divirtieran. Había un grupo de cazatalentos que, de vez en cuando, venía al colegio a ver si había estudiantes con facilidad para ponerse delante de la cámara, y los profesores tenían que elegir a los que destacaban más. A mí nunca me eligieron. A veces sentía crecer la rabia en mi interior. Yo sabía que era una líder; sabía que tenía algo. Los del equipo de filmación incluso vieron cómo hacía reír a los compañeros. Veían que yo tenía potencial, pero los profesores siempre los disuadían y elegían a la niña mona de las coletas rubias. Fue entonces cuando supe que tendría que esforzarme el doble que los demás.
Lo dice Laura, poco antes del final de la aventura.
Ben Clark
Una historia que nos obliga a intentar llegar hasta el final de sus implicaciones. Si los libros que deslumbraron al mundo no los escribió un joven atractivo de 18, 19 o 20 años sino una mujer de 36 y obesa, ¿ya no deslumbran?
Sin un físico adecuado, ¿la industria no tolera tu obra?
Y conste que esto ha sido un salto desde el primer tema de esta entrada. Que Ben Clark lo tiene todo para ser aupado por la maquinaria capitalista y la industria del entretenimiento. ¡Es muy guapo!
Laura A. se redujo el estómago y adelgazó de modo impresionante, se convirtió en una mujer hermosa que por fin se gustó. Se opero la nariz también, adoptó un aspecto punk acorde con sus gustos antes inasumibles. Así conoció a Billy Corgan cuando éste empezaba con su banda post Smashing Pumpkins, Zwan. Conectaron al instante: almas gemelas, dos suicidas aferrados a la tabla de salvación del arte. Pero ya era tarde para comprobar si con ese físico hubiese podido ser una autora triunfadora con la obra de JT Leroy. Su monstruo llevaba años independizado. Se ha rodado una película en 2018 con esta historia, protagonizada por Kristen Stewart (Savannah) y Laura Dern (Laura Albert, una Laura Albert demasiado vieja para el personaje real).
Savanah Knoop and Laura Albert (Photo by Paul Redmond/WireImage) *** Local Caption ***
He leído el libro de Savannah muy interesado por conocer cómo soportó esta joven llevar esta doble vida, apropiarse de la creación de Albert. Un tema siempre apasionante. Y aunque Laura A. se haya convertido en todo un personaje que, me temo, no ha sabido envejecer, creo que fue toda una escritora, no una escritoroide.
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Este blog, que existe porque quiere dar testimonios de mis tropiezos con las lenguas clásicas en contextos no académicos sino ociosos y al alcance de todos, admite comentarios sobre novelas que me pongan a huevo el guiño etimológico.
A huevo. Nunca mejor dicho.
La novela se titula «La gallera» y la acaba de publicar Ramón Palomar en Grijalbo. Al empezarla me gustó tanto que me dije: a ver qué etimología me encuentro por aquí para poder hablar de ella en Las raíces abiertas. Antes de dar con una, vi que Ramón me permitía nombrarlo embajador del griego clásico por un recurso que domina en su prosa feliz: compone palabras. Yo qué sé, si los griegos tenían dos lexemas a mano y les daba la gana juntarlos para crear una nueva palabra, pues los juntaban. Eran creativos, sin manías. χαμαίτυπος era «la que golpea la tierra». O sea la prostituta en argot. Una «batesuelos», por razones obvias.
Ramón crea, creo, bastantes palabras. Yo nunca había leído ni oído las palabras narcobeato o tontofeliz. Son felices hallazgos entre otros muchos, siempre divertidos.
Batesuelos hay muchas en esta historia de La gallera. Casi una por cada personaje masculino importante.
Pero aparte de la «composición», en la novela aparece en un momento dado el cultivo hidropónico. Bingo. Hidropónico se forma con las palabra agua, muy famosa ella, y trabajo, πονος, «ponos». O sea, lo relativo al agua trabajando, asumiendo el papel principal. La batesuelos de Esquemas, el poli corrupto de La gallera, monta un cultivo hidropónico de marihuana en una vivienda. Ya saben: cultivos sin tierra, a base de agua y vitaminas.
Hasta aquí lo docente o lo pedante. Ahora, ya que estamos, la novela de Ramón.
Es un prodigio. Ya me gustó Sesenta kilos, su anterior y primera novela (2013). Esta segunda la consigue superar en ambición y maestría. Su página es limpia, vertical, de párrafo breve, de monofrase (ay, le he cogido vicio). Cada oración es un machetazo. El lenguaje es callejero, de narrador de oído fino. Las escenas de violencia deslumbran, crueles, negras, lúdicas. Las imágenes nada sobadas, brillantes. Y, sobre todo, la trama es obra de un maestro del ajedrez narrativo que mueve a sus peones y reyes como Dios, cruza sus destinos, los salva, los sacrifica, los sube a una ola de sexo y droga o los ata a un árbol en el infierno.
Cualquier página de este libro contiene algún párrafo hipnotizante, o festivo (verbalmente festivo):
La mitad de su frente se desparramó en ramillete hasta incrustarse en lo alto de la butaca como una corona de restos espesos, viscosos, maridaje de sesera y cartílagos. Sus ojos permanecieron abiertos y desde su cerebro trepanado chorreaban filamentos pardos de sopa neuronal.
El horror hecho música.
480 páginas siguiendo las andanzas de Gus, entrañable asesino, o El Rubio, un traficante metido a criador de gallos de pelea. Magníficas las descripciones de las peleas de gallos. ¿Habrá asistido Palomar a alguna? ¿De dónde ha sacado que los entrenadores de gallos de pelea les tocan los cojoncillos a los gallos antes de saltar al ring, o les hablan, o los besan, o…?
Palomar ha conseguido muchas cosas difíciles: que nos caigan bien unos tipos deleznables, todos, en algún momento; que los queramos muertos a veces, salvarlos otras. Y de nuevo, como en Sesenta kilos, que en la historia no haya ni un solo valedor de la ley y el bien. Todo lo más, mujeres y hombres sobreviviendo a la sombra de gallitos del crimen. Porque claro, hay dos galleras en la novela, la que se llena de plumas y sangre de bichos con pico, y la gran gallera de los hombres, matones, narcos, camellos, un legionario y un poli corruptos, agitando sus crestas. Y qué picos, también. Los diálogos de Palomar, las largas parrafadas faltonas de tanto hampón en su exhibición de poder y hombría son pura miel.
Aunque quizá lo más meritorio de este libro es que nos toque la fibra con la historia de amor entre un hombre y un pollo.
A mí, de todos modos, no me ha quitado las ganas de comerme en cualquier momento unas alitas con salsa perrins.
Admirable La gallera. Admirable. Por cierto, tengo que hacer constar que un mes antes de aparecer este libro, apareció otro en la editorial que dirijo, Sloper, firmado por Santiago Cobo, titulado El refutador, otro prodigio. Se divide en dos libros, y el primero de ellos se titula también La gallera. ¿Será posible? ¡Qué increíble casualidad!
En quinto curso de la carrera de Filología Clásica (1989), universidad de Valencia, el profesor de Lírica latina nos animaba a traducir la oda XI del tercer libro de odas de Horacio. Por allá aparecía un protervo marito, y el hombre, que hablaba siempre como si acabase de darle uso a una petaca escondida en la americana, se repente se vio impedido para ofrecernos la traducción de protervo. Simuló que la tenía en la punta de la lengua, pero nada, que no le salía. Lo vi tan apurado que lancé mi propuesta intuitivamente:
—¿Procaz? —pregunté.
—¡Eso mismo! —exclamó—. Otras cosas no las sabrás, pero esto sí —opinó.
Aquellos versos hablaban de una muchacha como una yegua que aún desconoce por su juventud los placeres del amor y teme el contacto del ardiente marido, en traducción de Germán Salinas:
quae velut latis equa trima campis
ludit exultim metuitque tangi,
nuptiarum expers et adhuc protervo
cruda marito.
Leía el otro día la novela Los cuerpos de las nadadoras, de Pedro Ugarte, cuando me encontré con este adjetivo por primera vez en mi vida de lector en lengua castellana. El narrador del libro, Jorge, hablaba de protervos sentimientos. Salté del asiento, maravillado. Iba hacia Bilbao desde Pamplona en autobús, al encuentro del escritor. Su novela, leída veintitrés años después de publicarse, me estaba encantando. La prosa de aquel Ugarte, no sé la actual, pero aquella de inicios de los 90, era espléndida, brillaba en forma y fondo. Acabo de terminar la novela y me lo he pasado bomba.
Qué bien, me dije, me ha dado una excusa para escribir sobre ella con esos protervos sentimientos. ¿Ardientes sentimientos, recurriendo a la acepción de Salinas? Sí, funciona. Protervus puede ser también violento, impetuoso, audaz, desvergonzado. El sesgo sexual de ardiente es sugerencia del contexto. El castellano de Ugarte es bien rico.
Por si no bastase el eco horaciano, hacia el final de la novela nos deleitamos con una charla de un matrimonio, en la cama. Julia tiene ganas. Jorge no. Jorge habla, habla con intención antiafrodisíaca. Es una escena muy graciosa. Julia le dice a su marido:
—Cuando tú tienes ganas hay que aguantarlo todo y cuando las tengo yo parece que no importa: tenemos que jugar a las etimologías.
Julia lo dice porque su marido, ante sus caricias, ha empezado a comentar el nombre científico del percebe: Pollicipes cornucopia, que reúne para el rico engendro los nombres latinos del pulgar del pie, del cuerno y de la abundancia. A Jorge lo que le pasa es que le empalaga el momento: suena Sinatra al fondo, han comido marisco y bebido champán. Demasiado romántico. Julia ha estado de premio intentando convencer a su hombre. En las películas de amor nunca comen percebes, ha dicho para hacerle ver que no están en ningún momento edulcorado.
Me ha gustado mucho el humor de Pedro Ugarte, de una sutileza inimitable. El humor de esta charla, con genial paradoja y absurdo.
—Escucha, Jorge, yo no he trabajado demasiado, pero conozco a gente, a muchísima gente. —Estoy seguro de eso, gordo —contesté—. Tú siempre has manejado dinero. Si hubieras perdido el tiempo en trabajar nunca habrías podido conseguirlo.
Esta prosa artesana y vibrante de Ugarte me ha recordado a la de David Torres. Algunos de los capítulos funcionan en sí mismos como relatos redondos, magistrales, que no necesitan del resto del libro para existir, pero que hacen de este libro una obra de especial valor.
El libro nos cuenta la vida de Jorge, saltando de mujer en mujer.El nadador de Cheever transcurre de piscina en piscina, y esta novela de Ugarte transcurre de mujer en mujer. Es de una sinceridad loable, el personaje no teme caer en una mirada burlona o escéptica sobre el sexo femenino, a riesgo de merecerse tirones de oreja de las cazadoras de machistas de hoy, la mayoría de las cuales no habían nacido cuando Pedro escribía estas páginas. Y, curiosamente, aparece alguna situación en que el mismo Jorge adivina el disgusto del colectivo feminista, aludido según la realidad de hace veinte años: «grupúsculos feministas», constatando que hubo un tiempo en que el feminismo de piel fina era algo friqui y marginal.
Me ha encantado la inteligencia, la sabiduría, el ingenio de Pedro Ugarte. Su humor y su ternura. Iré a por más.
En Bilbao he tenido el honor de encontrarme con él, de entrar en su despacho y de obtener dedicatorias en tres de sus libros (Los cuerpos..., Lecturas pendientes y La isla de Komodo). Le hice una foto junto al psicólogo y escritor Ernesto Maruri, otro amante de las etimologías.
Lo olvidaba. Pedro es uno de los autores que entrevisté para mi breve ensayo incluido en La mala puta. requiem por la literatura española, de 2014. Su historia de joven finalista del premio Herralde me interesaba. Los cuerpos de las nadadoras es estupendo. Una gozada.